lunes

La vida improbable de Félix Blanco

La vida improbable de Félix Blanco
Leandro Romaña
Editorial Ecúleo. 320 páginas.
P.V.P.: 21,95 euros.
ISBN: 978-84-936550-4-4.
Depósito Legal: P-306/2008


Por César Ruiz-Tagle
Unos meses antes de concebir junto a Leandro Romaña el acta de natalidad del plagiarismo, cuando el movimiento plagiarista sólo era una permutación dudosa de sujetos y destinos, me encontraba en la ciudad de Tordesillas donde se celebraba un simposio delirante sobre las novísimas interpretaciones del punto de vista narrativo y el alcance de los innovadores enfoques multiculturales en el marco de la era digital en la obra de una veintena de jóvenes autores españoles, entre los que yo me encontraba. Durante una conferencia intitulada “Después de después. A vueltas con la originalidad”, que se reunió en el salón de actos principal, y en la cual yo sólo participaba como oyente (en realidad ésa fue mi única misión durante todos los días que estuve allí), se me ocurrió la feliz idea de alzar la mano e intervenir en el debate para decir algo así: “La originalidad no consiste en no parecerse a nadie, sino en parecerse a todos”.

Se hizo el silencio. Acto seguido estalló un murmullo que se tradujo al cabo en una sonora algarabía general. La idea no es mía, se me ocurrió decir, y de una manera algo torpe culpé a un personaje de algún relato de Quim Monzó o de Javier Cercas de haber creado ese ingenioso aforismo (sin caer en la que cuenta de que ambos autores, siendo importantes, no son canónicos, y además son nacionales y aquí eso vende muy poco). Intenté remediarlo nombrando a Groucho Marx y luego a Woody Allen, quienes a buen seguro que en algún momento de sus vidas dijeron algo semejante. La guasa soterrada, lejos de apaciguarse, se propagó como un incendio. Entonces uno de los ponentes de la mesa, un tipo largo, delgado y con gafas, se levantó para hablar. Por un momento pensé que saldría en mi ayuda. Se levantó, se irguió cuan largo era, y aseguró que lo que yo había dicho, lo hubiera dicho quien lo hubiera dicho, era una boutade, un mero chiste, o directamente una estupidez, y volvió a sentarse. El debate continuó como si tal cosa. Aguanté como pude las ganas de subir al estrado y propinarle un puñetazo en mitad de la geta por presuntuoso. Me consolé diciéndome que ya nos veríamos las caras (gafa versus gafa) durante la ceremonia de clausura. Ese día tendríamos más que palabras. Por supuesto que sí. Llegó el día, pero no él, o al menos yo no fui capaz de encontrarle por ningún lado.

No sé por qué volví a acudir meses después a otro encuentro de jóvenes escritores en la capital. Supongo que más que otra cosa buscaba enfrentarme de nuevo con el tipo que me dejó en evidencia en el simposio de Tordesillas y que después desapareció. Lo cierto es que no sabía su nombre ni si estaba invitado a participar en los debates. Una cosa era segura, y es que sería capaz de reconocerle entre un millón de caras. Me personé en varias conversaciones al azar. En la tercera o cuarta a la que asistí, un miembro de la organización se presentó para disculparse por la ausencia de uno de los oradores, y los demás dieron comienzo al debate, el cual justamente giraría en torno a la importancia de los comienzos en la obra narrativa. La pretendida discusión literaria era un muestrario insípido de frases hechas y lugares comunes hasta que entró él.

Alto, delgado, quizá con más kilos que la última vez (y la primera) que le vi, con otro par de gafas y con un cuadernillo naranja en la mano, se sentó en un extremo de la mesa con forma de media luna, y se disculpó. Bienvenido al gaudeamus, del latín gaudeamus, señor Romaña, dijo sin petulancia el moderador, y añadió en tono admirativo: ¿Hay algo más genialmente original que llegar tarde a un debate sobre la radical importancia del primer párrafo? El público y los contertulios se echaron a reír. Yo me reí. Sin embargo, el último hombre en llegar a la sala se quedó callado. Esperó a que el rumor cesara y entonces habló. Esto fue, a grandes rasgos, lo que dijo:

“Perdonadme si nada más llegar os increpo de esta guisa, pero es necesario que recordemos algo, una lección que Borges y Bioy y Bustos Domecq nos explicaron con profusión, por citar sólo a autores que comparten la inicial, aunque también ellos la aprendieron de lejanos maestros. La cuestión es, compañeros, que la originalidad no existe. El escritor que se dice original es un impostor. La singularidad de una obra cualquiera no estriba en aquello que la diferencia del resto, que no es nada, acaso el envoltorio, el tipo de papel, la foto de la sobrecubierta; sino en las múltiples semejanzas que incorpore con respecto de las demás, de todas las demás, y que la convertirán, de este modo, en una obra única. A estas alturas de la historia de la literatura, la pretensión de originalidad por parte de un autor es, en la mayoría de los casos, una consecuencia evidente de su falta de escrúpulos, cuando no de su abierta ignorancia”.

Ninguno de los allí presentes supimos cómo reaccionar, tampoco el erudito moderador, y enmudecimos, pero alguien que nos escuchara desde fuera no podría decir que estuviéramos callados. Había algo, un cuchicheo, que sólo podía estar dándose entre los sillones y las mesas y las cortinas y las baldosas del sueldo del Aula Magna del Ateneo que murmuraban entre ellos ocasionando un molesto zumbido como de zánganos o de viudas rezando que duró varios minutos, en mitad de los cuales, como si esto también formara parte de su actuación sacramental, el tipo de las gafas y el cuadernillo naranja se levantó e hizo mutis por el foro.

Este gesto, su discurso, esa aporía literaria y aquella contestación incendiaria conforman el primer acto oficial del movimiento plagiarista, protagonizado por uno de sus fundadores, el indescifrable Leandro Romaña. Como no podía ser de otro modo, la primera novela de este autor, La vida improbable de Félix Blanco, es una culminación fatal de su actitud a mitad de camino entre la burla, la ironía y la provocación, y es, sobre todo y ante todo, un punto de partida literario de consecuencias cruzadas e insondables.

La novela improbable de Leandro Blanco o Félix Romaña

Primero que todo, una aclaración. Félix es un nombre propio, pero también es un acróstico de feliz, del latín felix, y de Fénix, del latín Phoenix, voz anglosajona que da nombre a una ciudad del medio oeste americano y a una constelación. La primera palabra indica buenaventura, estar o sucederse en buen momento y con felicidad. La segunda, resurgimiento y unicidad. Blanco, por oposición a negro, la ausencia de todo color, es el color de la luz solar, no descompuesto en los varios colores del espectro, o lo que es lo mismo, capaz de adquirir cualquier tonalidad. También es un objeto para ejercitar la puntería, y un espacio hueco o vacío en la hoja en el que no hay nada escrito.

La novela empieza así. Un tipo del que no sabemos el nombre (ni él ni los demás personajes lo dirán en toda la novela, aunque es dable deducir por el título que se trata del improbable Félix Blanco) se despide de una chica en un andén y sube a un tren de regreso a casa. A partir de aquí su historia pasa a un segundo plano y se inicia una travesía imparable, de orden casual y causal, por la que transitarán varias decenas de personajes, la mayoría de ellos antiguos compañeros de estudios durante el último año de instituto, como si estuviéramos en el primer día de clase y el profesor pasara lista a los alumnos yendo desde la A (nombre del primer capítulo) hasta la Z (ídem del último). Al hilo de esta recapitulación se van desgranando los objetivos, las dudas, las esperanzas, los fracasos y los miedos de toda una generación de jóvenes que rondan la treintena. El caudal de voces, giros y modismos en primera, en segunda y en tercena persona, así como la transgenericidad y la ficción experimental, elevan la personalidad del relato muy por encima del mero acercamiento costumbrista y de la falsa biografía (que también los hay). Antes de seguir leyendo, y escribiendo, un personaje nos advierte: Cuando se escribe acerca de todos y a todos a la vez, se escribe a cerca de nadie, a nadie. (Alrededor de 200 páginas después leeremos esta frase formando parte de una cita literal Vacío Perfecto de Stanislaw Lem.)

¿Cuál es el reto y la peculiaridad que Romaña incorpora en su improbable retrato generacional y personal? Muy sencillo. El narrador es uno y a la vez es todos los personajes de la novela. La idas y venidas y vueltas y revueltas que acontecen en las tres partes del libro conforman un solo itinerario vital (y una sola estructura total que se desmadeja y se rearma), un itinerario que se disuelve, se esparce, se multiplica, y que engloba la totalidad de los destinos y de las acciones y de las situaciones que han pasado, que están pasando y que pasarán en las páginas del libro, y más allá de él. Una palabra dicha en el capítulo 1 desencadena un recuerdo en el capítulo 24 y un ticket de metro en el capítulo 16 es el origen de una discusión en el capítulo 5. Las referencias textuales, intertextuales e hipertextuales son exageradas pero finitas, y las vidas que se nos cuentan y se nos muestran podrían no haber existido nunca o estar pendientes de realizarse. También, efectivamente, pueden estar sucediéndose al tiempo que las leemos y si nosotros dejamos de leerlas se detendrán, se volverán a mezclar en el cajón de sastre y nunca serán, o serán otra cosa, un mueble, un Compact Disc, una gata, una escalera.

Para entendernos, el libro no tiene límites, o tienes unos, pero son falsos. De ahí la responsabilidad del lector, un lector que debe ir todavía más allá de la complicidad que le pedía Cortázar, porque deberá atravesar la frontera de la ficción y pasar de la expectación y/o identificación a la más absoluta personificación. Como hacen Leandro Romaña y Félix Blanco y el narrador, quienes no construyen ni caracterizan o inventan personajes. Son los personajes. Así, a lo que de verdad estamos asistiendo mientras leemos (somos) la novela, es a una superposición de planos narrativos, espaciales, vitales, pretéritos y futuribles, que nos colocan en el extremo de un calidoscopio en constante recreación. ¿Por quién? No hay respuesta satisfactoria. Podríamos decir que es el propio Romaña (como autor y como personaje, pues él mismo aparece en los capítulos finales del libro); o el improbable Félix Blanco (pero nunca sabemos con certeza quién es Félix Blanco); o el narrador sin nombre (que podría ser o no ser Blanco, ser o no ser Romaña), pero que también podría ser otro, cualquiera, Luis Hule o Margarita Martín-Calero (personajes que en un momento de la novela también nos hablan y reconducen la narración, es decir, la recrean).

Sin conformarnos ni quedarnos satisfechos, asimos el tubo ennegrecido interiormente, que encierra dos o tres espejos inclinados y en un extremo dos láminas de vidrio, es decir, el calidoscopio, y miramos a través de él objetos, ciudades, vías de tren, automóviles, ventanas, lugares de trabajo, cuadernos, todo como formando parte de un retrato de grupo oculto en una carpeta de colegio ajada por los bordes, un retrato de grupo en el que todos los rostros han sido cortados a tijera. Si miramos fijamente la instantánea comprobaremos, después de un período de observancia agotador, que en los espacios recortados aparece la imagen de nuestro rostro, del mío, del tuyo. No por casualidad el libro abunda en citas, retruécanos, paisajes, noticias, animales, ropas, carteles y mapas que prolongan la celebérrima metáfora borgiana, que cerraba El Hacedor, y que abre La vida improbable de Félix Blanco, y que dice así, por si alguien no lo recuerda:

Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.

¿Qué es lo que se propone, entonces, el improbable Félix Blanco? Veamos. Leandro Romaña, ahora sí como auteur, viene a decirnos que Félix Blanco está viajando en un tren y que Félix Blanco es la mujer que está despidiéndose de él desde el andén y que esa mujer existe y no existe, o existirá en el porvenir, lo mismo que Félix Blanco. La premisa, desde luego, es demencial, pero no es inverosímil. Félix Blanco es, de este modo, un tipo alto, y flaco, y menuda, y rubia, y es una lesbiana con el pelo rizado negro, y trabaja de taxista, y de dibujante, y de jardinero, y de actor porno, y vive en un apartamento decorado con estilo por una mujer soltera, y vive con una gata, y vive con sus padres, y vive en Barcelona con una poetisa, y ha tenido un hijo con un actor de comedias, y ha tenido un aborto, y es un tanto mamarracho, y un tipo feliz, e ingenua, y aventurero, y solitario, y sarcástica, y obsesivo, y también fuma, y es adicto a la cocaína, y bebe, y es abstemia, y es hija único, y es el hermano mayor de una adolescente, y está enfermo de Sida pero aún no lo sabe, y es un atleta, y pesa 124 kilos, y está recién operado de apendicitis, y posee un buen par de tetas de silicona, y folla con viejos escritores mediáticos, y vota al partido carlista, y acude a misa los domingos, y es un joven español que compra el libro de Aznar titulado Cartas a un joven español, y se manifiesta en la calle Génova contra la manipulación del 11-M frente a la sede del PP, y es simpatizante del EZLN, y su pasaporte dice que tiene nacionalidad francesa, y viaja a Cuba, y a Mozambique, y a Ecuador, y a Birmania, y su familia es de Soria, y su padre es un extremeño del Opus, y su padre es músico, y su padre es un mendigo, y su padre está roncando en este preciso momento, y él está loco, y cuerdo, y borracho, y muerto al mismo tiempo, porque Félix Blanco es todos y es ninguno, es un fantasma, es una argucia literaria, es, al fin y al cabo, una máscara.

Dejando de lado interpretaciones metafísicas, más o menos coherentes, más o menos excesivas, la primera novela de Romaña es también, y como no podía ser de otro modo, un tour de force técnico y estilístico. La mega estructura se desarrolla por un proceso subterráneo que olvida las florituras abstractas y desemboca en una lápida. Mientras, en la superficie, se suceden sin orden ni concierto un sinfín de variables formales y de género que confieren a cada capítulo una especificidad metodológica y centrífuga. Leemos, pues, con sus respectivas modulaciones tonales y argumentales, relatos de aventuras, de viajes, eróticos, de terror psicológico, fábulas de humor negro, sátiras políticas, caricaturas de sociedad, novelitas rosas, novela de no ficción, novela histórica, nouveau roman, estampas costumbristas y naturalistas. En equivalente (des)orden, pues, nos toparemos con lenguaje periodístico, escritura automática, ejercicios plagiaristas, haikus, combinatoria matemática, narrativa cinematográfica, cámara oculta, temporalidad inversa, diarios, monólogos a cámara, diálogos filosofantes, críticas literarias, literatura epistolar, avanzadillas posmodernas (SMS, e-mails, Facebook) códigos metanarrativos, ensayo ligero y prosa poética. Es decir, que nuestra lectura repasará prácticamente todas las posibilidades y los recursos y las trampas estéticas, estilísticas, armónicas, técnicas, lingüísticas, argumentales, textuales y estructurales que podemos encontrar en cualquier manual al uso de lo que se ha dado en llamar estilos y géneros literarios en la historia de la literatura.

La empresa, de más está añadirlo, es inabarcable y, por si fuera poco, se ha llevado a cabo otras veces (aunque este dato, lejos de ser un freno, para un autor plagiarista constituye un estímulo). Ulises, La vida instrucciones de uso y Los detectives salvajes son sólo tres cumbres escaladas en el siglo pasado. He de añadir, por mucho que me pese, que la desmesurada ambición que demuestra mi otrora rival, y ahora mi amigo, Leandro Romaña, desmerece en este punto del resto de la obra. Entiendo, mejor que bien, que es un ejercicio consecuente con la concepción tan particular que de la literatura tiene su autor, y entiendo, asimismo, que es una proyección inevitable dada la abstracción y súper direccionalidad de la idea capital, o matriz, de la novela. Sin embargo, la inteligencia y la perspicacia que demuestran algunas de estas piezas (por llamarles de alguna manera) no sotierran el desconcierto, la ligereza, la gratuidad y la indiferencia que transmiten todas las demás (hablo de estructuras y de juegos, no de historias ni de tramas).

En consecuencia, uno se pregunta: ¿Puede un autor que por aquel entonces no llegaba a la treintena atreverse con semejante descalabro? Contestaré yo mismo. Sí, puede. Es más, debe hacerlo, debe atreverse y ponerse a prueba con cada línea que escriba (como si todas las líneas de la obra fueran tanto o más importantes que la todopoderosa primera línea), debe asomarse al abismo y seguir escribiendo aunque le flaquean las fuerzas, debe ser honesto y valiente y poner en riesgo su vida, igual que con su sola presencia en el mundo está arriesgando las vidas de todos nosotros. Bien. Pero: ¿y si falla?, dices tú. Bueno. Que falle. ¡Mejor que lo haga!, porque si no sería Dios, o la encarnación del diablo, y eso sí sería un verdadero problema. Por fortuna, Leandro Romaña no es angelical ni ocultista. Leandro Romaña sólo es un escritor joven, y la complejidad, la arrogancia, la ambición desmedida, la sensación de omnipotencia y la alegre rebeldía son valores indisociables de la juventud, y como tales valores con fecha de caducidad hay que exprimirlos antes de que se sequen por sí solos.

¿Cuál es la otra opción? La otra opción es sonreír, asentir ligeramente con la cabeza, poner cara de interesante, no llevar nunca la contraria. La otra opción es la servidumbre, la simpleza, la falsa humildad, poner la otra mejilla. La otra opción es dejarse dar por el culo por un anciano con bastón y esperar a que se muera para ocupar un sillón desgastado y hediondo. La otra opción es la esclavitud más peligrosa de todas, que es la esclavitud del espíritu, de la inocencia y de la imaginación. Es decir, la negación de la autoconsciencia y de la creación, únicas experiencias que nos hacen libres y puros y humanos. La otra opción, y no insistiré más en esto, consiste en olvidar que antes de ser adultos fuimos niños y que todos los días nos gustaba enrabietar a los mayores, escondernos, disfrazarnos, y que ningún día de nuestra vida, ocurriera lo que ocurriese, olvidábamos reírnos de algo, de cualquier cosa, y más que nada de nosotros mismos.

Estamos, es claro, ante una novela (o mejor, un pastiche, un collage, una miscelánea, un mosaico, o incluso un puzzle) valiosísima y desfigurada que acumula aciertos y sorpresas con desvíos y defraudes, para nuestro gusto y deleite más de lo primeros que de los segundos. Un ejercicio (o un experimento, o un juego, etcétera) sin duda valiente, incómodo, a veces sublime y a veces del todo inútil. Es preciso señalar que, con esta imprevisible primera novela, Leandro Romaña nos ha lanzado un reto y una advertencia. El reto proclama: Esto es todo, amigos; ahora superadme. La advertencia consiente: No es difícil; yo mismo puedo hacerlo.

Con todo, La vida improbable de Félix Blanco es una obra importante, esencial. Es una maqueta perfecta construida a escala con los mismos materiales y con los mismos remates y con los mismos frontispicios y con las mismas pinturas que un Palacio del Renacimiento; pero no es un Palacio de Renacimiento. Aún no. Es, mejor dicho, un espejo polimorfo, colocado en uno de los pasillos de un laberinto, hecho añicos por la voluntariosa acción conjunta de un par de docenas de individuos, y cuyos deformes y dispersos pedazos intentan recomponer en vano la vida y el rostro de Leandro Romaña (y el de Félix Blanco, y el tuyo y el mío). Lo intentan, sí, pero no lo consiguen. ¿Por qué? Quizá porque el propio Romaña así lo ha querido. Quizá porque Romaña no tiene identidad (o tiene una otra) ni tiene rostro (y entonces nosotros tampoco), o quizá es que los tiene todos (¿o no era ése el propósito desde el principio? Imágenes de provincias, de montañas, de caballos…). En cualquier caso, basta ya de conjeturas y ditirambos, La vida improbable de Félix Blanco es una obra irremediable y profundamente plagiarista. Y por este hecho la celebro.

martes

Literatura Barata

La reseña de "Literatura Barata" es uno de los encargos más difíciles a los que me he enfrentado, por tratarse de la novela de un amigo y compañero de movimiento. He de decir que me he esforzado mucho para escribir con la máxima objetividad posible, y creo que puedo afirmar que todo lo que digo sobre la novela lo digo con objetividad. Alguno podría hablar quizás de las cosas que no digo, de ciertas cosas que están en la novela pero no en la reseña, cosas sobre las que, quizás, no podría haber sido tan objetivo. Espero que no me juzguen mal por ello. No crean que el plagiarismo es un movimiento autocomplaciente, nada más lejos de la verdad, es más bien muy autocrítico. Espero que sepan hacer una lectura correcta de mi reseña, igual que espero que sepan hacer una lectura correcta de "Literatura Barata", porque descubrirán que la propia novela de Ruiz-Tagle es su mayor y devastadora crítica.



"Literatura Barata" de César Ruiz-Tagle.

Editorial Paraíso Perdido, México 2009.

457 páginas. 20,95 €.



La última novela de César Ruiz-Tagle vuelve a ser un ejercicio de literatura dentro de la literatura. En este caso el protagonista, Tomás Rodrigo, es un joven aficionado a los folletines de los años sesenta y setenta. Aquellas novelitas impresas en papel basto y encuadernadas en cartulina que quizás algunos recuerden. La calidad tanto de aquellas ediciones, como de las propias historias contenidas en ellas, solía ser muy baja, abarcando géneros tan dispares como el western o la ciencia-ficción; abundaban en sus frágiles páginas los argumentos enrevesados pero previsibles y los personajes tópicos y planos. La clave del éxito de estas publicaciones estaba en su reducido precio unido a su brevedad, esto hacía que los ávidos lectores se acercaran cada semana a su kiosko habitual donde siempre había un nuevo ejemplar a la venta. Ruiz-Tagle se centra en las novelas publicadas por la editorial Mexicana Sofía en su colección Águila. En aquella colección se publicaron centenares de libros escritos por una decena de escritores bajo diversos seudónimos. Cuando Tomás se inicia en la lectura de estas novelas, hace ya mucho tiempo que se han dejado de publicar; los ejemplares que él lee son fruto de un inesperado hallazgo en casa de sus abuelos. Tras sucesivas lecturas y re-lecturas de los gastados libros se va dando cuenta de que sus libros favoritos están escritos por dos únicos escritores, John Vanlance y Richard B. Castells. Profundizando en el análisis de sus obras encuentra ciertas semejanzas y supone que ambos son seudónimos de un mismo escritor. Entusiasmado por su descubrimiento decide emprender su búsqueda para poder conocerle.

La búsqueda de este desconocido escritor, conforma la práctica totalidad de la novela. Su primer paso consiste en enviar una carta a la editorial preguntando por los autores que firman los títulos de sus libros favoritos, Vanlance y Castells (que según él son la misma persona). La respuesta de la editorial es descorazonadora, Vanlance está en paradero desconocido, se cree que muerto, y de Castells no tienen noticias desde los años ochenta cuando residía en Draguignan, una pequeña ciudad del sur de Francia. El joven héroe toma estas vagas pistas como la confirmación de sus sospechas y supone que, retirado de su oficio, el misterioso escritor decidió “matar” a uno de sus seudónimos y dejar que el paso del tiempo y el olvido se encargara del otro. Así pues Tomás decide partir a Draguignan para iniciar allí su investigación.

A partir de este momento la novela de Ruiz-Tagle podría haber sido escrita por los mismísimos Vanlance y Castells que con tanto ahínco busca el joven Rodrigo. El western más genuino de Vanlance está representado por el propio protagonista del libro, el personaje de Tomás Rodrigo es un viajero solitario, un héroe legendario seudomitológico al estilo de Joshua Perkins en “Sólo una Bala” o de “Navajo” Johnson en “Reguero de Sangre”. Por otro lado los capítulos más genuinamente detectivescos de la novela están narrados con el reconocible estilo directo de Richard B. Castells. Es de destacar la semejanza entre el capítulo 17 de “Literatura Barata” y el 14 de “La Huella Falsa” de Castells, en el primer caso Rodrigo recorre los bajos fondos de Berlín en busca de Hertha, una antigua prostituta y amante del supuesto Vanlance/Castells, en el segundo caso el detective O'Shea recorre un peligroso barrio de Los Ángeles buscando a Dorothy Newman, hija de un conocido magnate del petróleo y adicta a la cocaína, que ha desaparecido semanas antes de la mansión familiar. Tanto Rodrigo como O'Shea acabarán teniendo un apasionado y desafortunado romance con las mujeres a las que buscan. Otro ejemplo es la frase que Rita Latorre dice al despedirse de Tomás cuando deja su casa de Arizona “Aquí todo el mundo acaba siendo polvo del mismo desierto”, exactamente la misma frase que el Sheriff Strade dedica a Shaun Case en su funeral en la página 143 de “Las Colinas de Laramie”.

Ruiz Tagle consigue que Tomás Rodrigo busque a Vanlance y Castells a través de las páginas de sus propias novelas, habiéndose convertido él en uno de sus personajes. En este sentido es el propio Ruiz-Tagle quien realiza la búsqueda de ese oculto escritor. Ambas búsquedas son la misma y ambas cierran un círculo infinito, ya que el personaje Tomás Rodrigo es un compendio de los personajes creados por Vanlance y Castells y ese único escritor detrás de ambos no puede ser otro que el propio Ruiz-Tagle.

Más Literatura Birmana

Nota previa.


El hallazgo del relato que van a leer a continuación significó para mi un hecho casi milagroso. Sucedió años después de nuestro encuentro fortuito con Dee Jo Pai, años después de que César Ruiz-Tagle y Alexi La Bàs sacaran a la luz sus pequeñas ediciones, cuando ya habíamos perdido la esperanza de descubrir algún otro escritor birmano perdido en la diáspora de la guerra. El descubrimiento se produjo en una pequeña librería de París, se trataba de una pequeña recopilación de relatos del sudeste asiático e India publicado a mediados de los ochenta. Al descubrir un relato de un supuesto autor birmano mi pulso se disparó. Lo primero que hice fue buscar información sobre la traductora, Virginie Ooy, ya que, como era de esperar, el escritor Saw Htoo era un completo desconocido. La propia Virginie Ooy fue todo un descubrimiento, hija de emigrantes birmanos había hecho contactos con muchos de los escritores errantes de su país a lo largo de los años. Desde entonces ella ha sido una de las pocas fuentes fiables de textos birmanos contemporáneos que tenemos. Pero ni siquiera ella conoció personalmente al misterioso escritor que comparte nombre con los famosos gemelos guerrilleros. Todo lo que nos queda de Saw Htoo es la breve correspondencia que mantuvo con Virginie Ooy durante unos meses y este relato, otra pequeña muestra, siempre insuficiente, de una narrativa perdida en el tiempo y el espacio, quién sabe si para siempre. Espero que lo disfruten.


Leandro Romaña.




Pelea de Hormigas (1981).


Por Saw Htoo. Extraído de "Douze contes du sud d'Asia" . Éditorial Imaginaire (1984).


Traducido al francés por Virginie Ooy. Traducido del francés por Leandro Romaña.


Cuando era niño tenía un defecto en los pies, esto hizo que no fuera demasiado popular en el patio de mi colegio, a las afueras de Rangún. Mis movimientos eran torpes y cuando tenía que correr siempre lo hacía más lento que los demás. Al final ningún niño me quería en su equipo cuando se organizaba algún juego y acabé por pasar los recreos y las tardes de mi infancia yo solo. Esto hizo crecer en mi el interés por otras cosas como la lectura y la observación de la naturaleza. Al llegar a la pubertad desarrollé también una cierta misantropía. Me producía una constante frustración mi incapacidad para relacionarme con el resto de mis compañeros y compañeras. Se puede decir que no tenía amigos y mucho menos amigas.

Sin embargo en una ocasión, a la edad de 13 años, hice una amiga. Ella se llamaba Aung y era la hija de un socio de mi padre. Su madre había muerto hacía poco y mi padre propuso que se quedara con nosotros una temporada. Contra todo pronóstico (ella era dos años mayor que yo) nos hicimos amigos muy rápidamente. Aquella amistad supuso para mi un motivo de gozo y a la vez una tortura, debido a que poco a poco e inevitablemente me fui enamorando de Aung hasta tal punto que se puede decir que fue la primera vez que experimenté un fuerte deseo sexual por una mujer.

La mente de un adolescente es un caos que puede llegar a generar cualquier tipo de cosa, más aún cuando se trata de un adolescente con tendencia al aislamiento social, como era mi caso. Lo que generó mi mente fue un pasatiempo más bien sádico, las peleas de hormigas. Estas fueron también la causa de mi fracaso con Aung.

Organizar una pelea de hormigas es algo en realidad muy sencillo. Para empezar tienes que buscar dos hormigas soldado, son las más fieras y más grandes y se suelen encontrar merodeando en las entradas de los hormigueros. Una vez que has capturado a las hormigas tienes que arrancarles las antenas con muchísimo cuidado para que al desprenderlas no arrastres parte de su masa encefálica, porque si ocurre esto la hormiga queda inservible para la pelea. Al ser despojadas de las antenas las hormigas pierden su única herramienta de comunicación y no son capaces de reconocer a sus hermanas. Por eso al enfrentarlas éstas se atacan hasta la muerte. No podría explicar por qué lo hacía, pero el caso es que esto me hacía sentir muy bien, más que bien, me hacía sentir como un ser superior. Supongo que fue por eso por lo que se lo conté a Aung.

Ella al principio pensó que se trataba de una broma, pero logré convencerle de lo contrario y le propuse hacerle una demostración. Ella se quedó en silencio mirándome y después de un breve espacio de tiempo accedió. No podría describir el sentimiento de euforia y el terrible nerviosismo que experimenté mientras realizaba todo el proceso. Estaba frenético, ni siquiera sentía las mordeduras de las hormigas en mis dedos mientras les arrancaba las antenas. Aung sin embargo permaneció en todo momento quieta y en silencio a mi lado, tanto que casi la olvidé hasta el final de la pelea. Cuando todo acabó me volví hacia ella con un gesto de victoria, mientras sostenía en mi mano sudorosa a la hormiga vencedora. Su mirada fue algo que nunca podré olvidar, algo que todavía hace que me estremezca al recordarlo, había una mezcla de desprecio e incomprensión que me dejó absolutamente helado. Instintivamente agaché la cabeza, cuando la volví a levantar ella se había ido. Aquella fue mi última pelea de hormigas.

Aún hoy cuando veo un hormiguero, o una hilera de hormigas atravesando la habitación hacia la despensa siento una mezcla de miedo y repugnancia. Aún hoy en ocasiones sueño que estoy enterrado vivo y una infinidad de hormigas me devoran lentamente. Pero lo peor es que cuando esto me pasa siempre pienso en Aung y en su mirada horrorizada y siempre que pienso en esto no puedo evitar bajar la cabeza y sentir una fuerte náusea.


lunes

Literatura Birmana

Eco
Autor: Dee Jo Pai (1989).
Traducido directamente del birmano por César Ruiz-Tagle.
Edición a cargo de Alexi La Bàs.

Un niño al que no he vuelto a ver me dijo una vez:
El único animal capaz de quitarse la vida en una situación de extremo peligro es el escorpión.
¿Y el hombre? ¿Qué pasa con el hombre?, le dije.
El hombre no es un animal, me respondió.
¿Ah, no?

En los días que llevo aquí aún no he visto humanos ni alacranes. He visto numerosos conejos, zorros, jabalíes, ciervos, lobos, aves e insectos de todos los tipos. De todos ellos he intentado alimentarme, porque todos ellos se alimentan unos de otros, sometidos a una trágica cadena de depredación y supervivencia. No pueden oponerse a ella. Nadie puede.

Recuerdo las dos o tres tardes que necesitó mi padre para enseñarme a montar en bicicleta. Me subía en el sillín y me sujetaba mientras avanzábamos. De golpe me soltaba y me decía: ¡Pedalea, continúa pedaleando! Entonces perdía el equilibrio y me iba al suelo. Tardé más tiempo del habitual en aprender, pero al final lo conseguí. El día que logré recorrer unos metros sin su ayuda mi padre exclamó: ¡Bravo, hijo mío, esto nunca lo olvidarás! Luego vino el levantamiento y los combates y las primeras infamias. Luego mi hermano se marchó en bicicleta para enrolarse con los golpistas y mi padre juró lealtad al Gobierno, y yo me quedé sin la posibilidad de comprobar aquella promesa.

Está amaneciendo y hace mucho frío. No sé qué día es hoy. Sigo escondido en una cueva excavada en la parte alta de la montaña. No sé cuándo voy a salir. Hará un mes que deserté, y ningún día se han dejado de oír los disparos. Los hombres confían en su destino. Ignoro si mi hermano continúa pedaleando. Mi padre murió la noche de mi reclutamiento. Para mí, al menos, la guerra ha terminado.

El eco de un disparo se oye en la ladera, proveniente de lo alto de la montaña, allí donde ningún ejército pensaba que había llegado la batalla.

Nota del traductor
Por César Ruiz-Tagle

Conocí a Dee Jo Pai la madrugada del 11 de mayo del año 2008 en una taberna inclasificable del madrileño barrio de Lavapiés. Estaba borracho. Él lo estaba, no yo. Por aquel entonces yo trabajaba de camarero y soportaba con resignación las confesiones nocturnas de los parroquianos. Ese día, un hombre menudo y solitario llevaba varias horas en la barra bebiendo en silencio. Yo aún no estaba seguro de que fuera él. Estábamos a punto de cerrar cuando se irguió y preguntó al aire:
Ein dha bé ma lé?
Al fondo, a la derecha, le contesté.
Me has entendido, se sorprendió.
Sí. Conozco tu idioma y he viajado a tu país. ¿Cómo te llamas?
Me llamo Ba Sein, me mintió. ¿Y tú? ¿Quién eres tú? ¿Acaso trabajas para la Junta?
¡No!
¿Para Suu Kyi?
Negué con la cabeza.
¿Para los Htoo?
No. No soy amigo de golpistas, de mártires ni de revolucionarios.
Entonces ¿quién eres?
Soy Eric Blair, y soy un escritor plagiarista. Igual que tú, amigo Ba Sein, aunque los dos sabemos que ninguno de esos nombres nos pertenece.
Ya no tuve tiempo de añadir nada más porque el escritor birmano que había cambiado mi percepción de la literatura y del compromiso se desplomó. Al día siguiente se despertó en el sofá de mi casa sin comprender nada. Quiso huir antes que enfrentarse conmigo. Alcanzó la puerta. La abrió. Comprobó que yo no le seguía y entonces se detuvo en el umbral. Volvió sobre sus pasos.
Mi verdadero nombre es Dee Jo Pai, pero eso tú ya lo sabes, ¿verdad?

La primera traducción que hice de una de sus obras (que resultó ser su última obra) era muy antigua, de una época en que mi conocimiento del birmano era superficial y estrictamente académico. Sin embargo era la única que tenía a mano y fue la que le enseñé a Jo Pei para ganarme su confianza. Esa modesta y errática traducción es el germen de la que el lector puede leer aquí, ahora mejorada y epilogada por el autor, tareas que realizó el propio Jo Pei semanas antes de desaparecer sin despedirse, otra vez. Por el contrario, aquella mañana calurosa de mayo en que uno de los mejores escritores birmanos leyó por primera vez un fragmento de su obra traducido al castellano, el texto era plano y deforme, como la primera naturaleza muerta que pinta un escolar. Jo Pei hojeó el folio que le entregué y mostró una sonrisa sosegada, irónica y paternal, sintiéndose al fin seguro de que se encontraba seguro. Me devolvió la hoja sin decir una palabra. Yo esperaba ansioso una respuesta, una crítica contumaz, una alabanza de postín, o una consolante palmada en la espalda. Me devolvió la hoja y me miro a los ojos mientras yo le miraba a él como se mira una escultura griega.
Tengo hambre, dijo. ¿Bajamos a desayunar?
Empecé a moverme como un autómata.
No olvides coger eso, dijo también señalando la hoja que contenía mi infame traducción y que yo había dejado caer al suelo sin darme cuenta. Y añadió, riendo:
Lo dejaremos en la primera papelera que veamos por el camino.

Desde entonces, Dee Jo Pei y yo fuimos buenos amigos. Más bien fuimos como un padre y un hijo, y por esa razón me siento huérfano desde el día que volvió a desaparecer. La interpretación más extendida (y peor entendida) de la Historia nos lleva a creer que en el pasado sólo hubo dos frentes: víctimas y verdugos. La vida y la obra de Jo Pai revelan un deseo incesante por demostrar la insensatez de conceptos como el maniqueísmo y el nacionalismo, y de actitudes como la lealtad y la traición. Sé que Jo Pai no aprobará que yo le incluya ahora en el primero de esos dos bandos, y nada me gustaría más que fuera él mismo quien me lo recriminara en persona. Eso significaría que Jo Pai sigue vivo, que sigue leyendo y viajando, y que ha regresado a su cueva para no enfrentarse con su propio hermano y ser fiel a la única patria, la batalla contra la guerra, la batalla consigo mismo.


Nota del editor
Por Alexi La Bàs

Estamos en condiciones de asegurar que el texto que presentamos en esta edición es el único de todos los que se manejan en la actualidad cuya autoría corresponde efectivamente a Dee Jo Pai, porque nos consta que muchos de los fragmentos de su obra recuperados en antologías varias que circulan en la actualidad por las librerías no fueron escritos por Dee Jo Pai, y por lo tanto no le pertenecen ni le explican. Esta traducción, además, se llevó a cabo por el especialista en asuntos birmanos, César Ruiz-Tagle, y fue revisada por el propio autor, quien asimismo tuvo tiempo antes de desaparecer (o ser desaparecido) de tener en sus manos las primeras pruebas de impresión. Me conmovieron sus borgianas palabras al leer uno de los primeros borradores. Dijo, sin perder una pizca del sentido del humor que le caracterizaba: Compruebo con agrado que mi escrito original está mejorado aquí por varias erratas. Para el equipo que ha hecho posible este volumen portátil, que presenta a los lectores en castellano una de las muestras más significativas de las posibilidades narrativas de la literatura birmana, constituye a todos los efectos un orgullo y un motivo de congratulación que queremos trasladar a nuestros incondicionales.

Respecto de otras ediciones que empiezan a circular por Occidente, ya lo hemos dicho y lo volveremos a decir, sólo podemos sospechar que parecen fabricadas (y el empleo de esta palabra no es aleatorio) con la única intención de no perder la cola del tren que está colmando el mercado libresco de supuestas novedades literarias traídas directamente de Birmania. No me equivocaré si afirmo que la tarea espeleológica que iniciaron los escritores plagiaristas para excavar las rocas que sepultaron la literatura birmana anterior a 1989 (año en que la República pasa a denominarse oficialmente Unión de Myanmar) está en radical contradicción con la apropiación indebida de textos apócrifos y la invención sistemática de autores inexistentes que un grupo de obtusos editores está llevando a cabo con intenciones maléficas y abiertamente mercantiles. Esta intromisión menosprecia y equipara el meritorio y perseverante empeño plagiarista, que rescata del olvido las voces más puras, honestas y hermosas de los literatos birmanos perseguidos por las autoridades políticas y culturales de su propio país, con un mero capricho infantil, con una casualidad de sobremesa, o con un juego sin reglas definidas para llenar las horas del recreo. Y eso no, de ninguna manera. ¡Hasta ahí podíamos llegar! El milagroso encuentro entre el incipiente movimiento plagiarista y la aprisionada ficción birmana fue un acto sublime e inevitable, como si, digámoslo solemnemente, hubiese sido orquestado en la trastienda inextricable de la historia de la literatura, y cuyas consecuencias (proyectadas ahora hasta el último rincón del planeta por la idiosincrasia posmoderna y su mecánica de la comunicación, es decir, internet) somos incapaces de preveer. El uso que se haga en ese no-lugar (o mejor, como dicen algunos, hiper-lugar) del legado de este binomio será irreversible, y las derivaciones que produzcan unos pocos serán responsabilidad de todos, porque internet y el cielo y el infierno son uno, y porque así está escrito en un texto que aún está por exhumarse.

Antes de decir au revoir, les ruego: Lean a Dee Jo Pai. Léanlo mientras puedan (y háganlo en nuestra colección), porque puede ser la última vez que tengan esta oportunidad, porque llegará el día en que tendrán en sus manos una burda imitación pésimamente traducida por un poeta húngaro, transcrita por los componentes bien instruidos de un bufete de abogados de Michigan que habrán contratado para hacer la promoción a un actor de segunda que se hace pasar por nieto bastardo de una hija no reconocida del segundo matrimonio de Jo Pai (y todos sabemos que Jo Pai era gay y que nunca tuvo relaciones sexuales con una mujer y por supuesto que ni se le pasó por la cabeza casarse). Léanlo, digo, porque sólo es cuestión de tiempo que alguno de todos esos funcionarios y escribidores plagiarios (¡ojo, que no plagiaristas!), que simularán su mundo y calcarán su prosa y portarán su máscara, logre suplantar de una vez para siempre la verdadera identidad del escritor birmano que nosotros conocimos y que tuvimos la fortuna de tratar (algunos más íntimamente que otros). ¿Quién sabe en cuántos años los lectores del futuro se las verán con textos que lleven la firma de Dee Jo Pai y que habrán perdido todo rastro de él, de su fuerza arrasadora, de sus obsesiones, de su alma primigenia e intransmutable? ¡No permitamos algo así! Para nuestra desgracia, somos demasiado viejos para subscribir una exclamación que con la sola publicación de esta obra estamos, aunque sea mínimamente, refutando. Es un riesgo que había que correr y que ahora asumimos, aunque suspiramos profundamente por no verlo materializado jamás.

Para terminar, una confesión. Si es cierto que nadie está en condiciones de certificar la muerte de este gran escritor birmano (y todavía mejor persona), de la misma manera, entonces, nadie puede negar que siga con vida. Yo he depositado toda mi fe en la esperanza de esta segunda premisa, y aún y así no he ahorrado una lágrima por la salvación de su alma, y amén.

Epílogo
Por Dee Jo Pai

Decía Heráclito (¿o fue Hesíodo?) que el mismo hombre no puede bañarse dos veces en el mismo río. Platón se atrevió a asegurar que sólo Dios crea el Arquetipo (la idea original) de la mesa, y que el carpintero nada más da forma a un simulacro. Siglos más tarde, Spizona (¿o fue Leibniz?) comprendió que la piedra eternamente quiere ser piedra y que todos sus actos van encaminados a tal fin. En época más temprana, Schopenhauer proclamó que el Universo es una proyección de nuestra alma y que la historia universal está en cada hombre. El siglo pasado Borges aventuró que todos nos sabemos inmortales y que tarde o temprano todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo, pero también se lamentó de que el mundo, desgraciadamente, era el mundo, y de que él, desgraciadamente, era Borges. Esta mañana, en el metro, un tipo me ha dicho ¿quién te has creído que eres?, cuando sin querer me he tropezado con él. Pues bien, de eso se trata. ¿Quién soy yo? ¿Soy un hombre, un simulacro, una piedra, un inmortal, o un pelele? Bueno. ¿Qué quiero decir con esto? Absolutamente nada, que es como decir que no lo sé.

¡Cuantas solemnidades vuelca uno sobre el papel, y qué prosaica es la vida real! Esa que hace daño y sangra y enferma y tiene hambre. En 1989, mi país vivía una hecatombe y yo nunca había oído hablar de Spinoza. Escribía relatos y poesías para distraerme de las labores del campo. Era un poeta campesino, sin ser en realidad ninguna de las dos cosas. Tenía 23 años la mañana en que escribí un relato que titulé con el nombre de Eco. No hacía falta tener un Doctorado en Retórica para interpretar que me quitaba de en medio. Lo terminé, lo firmé, y por una serie de imposturas Eco llegaba a conocimiento de las autoridades de la Junta mientras yo cruzaba la frontera con Tailandia. Fue una coartada perfecta. Retiraron la orden de búsqueda y captura y la condena a muerte por deserción. Se presentaron en mi casa y dijeron a mi madre que yo había muerto. Para entonces yo era otro en otro lugar. Viajaba, divagaba, mendigaba, leía. Nunca volví a escribir. El simbólico sacrificio de mi relato dio paso a un verdadero suicidio literario.

Ignoro en qué circunstancias ese postrero escrito me sobrevivió. He oído rumores acerca de la supervivencia de otros textos míos de juventud. No puedo evitar sonrojarme y enorgullecerme por ello. Tampoco puedo pensar con claridad sobre todo lo que me está pasando. En cualquier caso, he decidido escribir otro relato, un relato que contenga el sonido primigenio aún siendo el eco del eco del eco del eco. Porque la historia siempre se repite y toda historia remite a otra historia que a su vez remite a otra historia que a su vez remite a otra historia (esto no sé quién lo dijo pero es de sobra conocido, y además encierra toda la verdad); y porque, finalmente, ¿qué es la literatura? Unas cosas después de otras y todas ellas sucediéndose al mismo tiempo con la dinámica de un columpio, donde para llegar más alto hay que retroceder cada vez. En consecuencia, ¿quién vendrá esta vez a empujarme?

jueves

Manifiesto Plagiarista

Hoy, día de afelio, paradójicamente el día de mayor alejamiento entre el Sol y la Tierra, nace el movimiento plagiarista en la sobremesa de El Greco. Borges es el Padre, Bolaño es el Hijo, y César Vidal es el Espíritu Santo. Más allá de eso, padrastros ni en los dedos.

1 El plagiarismo y el humor son cosas muy serias.

2 Una obra plagiarista es como un juego de niños. Antes de empezar el juego, un primer niño pregunta cómo se juega. Durante el juego, un segundo niño invierte las normas. El juego termina cuando un tercer niño empieza a llorar.

3 El movimiento plagiarista hunde sus raíces en la obra de autores como Homero, Cervantes y Joyce, quienes son, sin ellos saberlo, autores plagiaristas; de hecho, en una carta escrita por el irlandés dirigida a su fiel amigo de la infancia, John O'Connor, podemos leer: <<(...) sí, lo admito, pues, mi obra se [el siguiente párrafo es ininteligible] poder tachar sin escrúpulos de un monumental ejercicio plagiario. El plagiarismo se extiende por el tiempo y en la historia. Hubo muchos de entre los [la palabra siguiente es ininteligible] del XVI que lo practicaron. Otros, ya entonces, lo denostaban.>> En el siglo XXI hay escritores plagiaristas en Birmania y en Guayaquil, en Tlön y en Tordesillas. El plagiarismo no tiene fronteras ni lenguas. Es una tradición oculta y universal.

4 La escritura plagiarista se asemeja al principio de incertidumbre enunciado por Werner Karl Heinsenberg. El plagiarista lee, y si le queda tiempo escribe sobre lo que ha leído. Vuelve a leer lo leído y a escribir lo escrito y es incapaz de distinguir cuál de las sombras que le rodean le pertenece (al igual que valores como la posición y velocidad de los átomos cambiaban al ser observados a través del microscopio del físico alemán haciendo imposible medirlos con exactitud). Así, los plagiaristas conocemos la naturaleza de nuestra literatura, pero esta naturaleza varía durante el acto de la escritura, y se vuelve incognoscible.

5 El plagiarismo es una brecha en mitad del territorio por el que deben transitar todos los escritores del siglo XXI. ¿Y cuál es ese territorio? El mismo de siempre, pero distinto, que es una forma de decir que no lo sabemos.

6 Un plagiarista en ninguna ocasión olvida el célebre dictum: En literatura no hay nada escrito; es decir, que todo está escrito; es decir, que todo está por escribir. Si un alpinista sabe que al llegar a cualquier cumbre del planeta encontrará centenares de pisadas de todos aquellos que la hollaron antes que él, y no por ello deja de escalar; los plagiaristas escribiremos libros a pesar de saber que todos ellos están ya en las infinitas salas hexagonales de la biblioteca de Babel.

7 El escritor plagiarista se comporta como un farmacéutico sin titulación que no investiga ni prescribe, pero es quien otorga el acceso a la medicación conveniente. Nosotros le entregamos una receta, y él nos da la espalda y abre un cajón al azar. De ahí saca una caja. Antes de entregárnosla advierte: Lea detenidamente el Manifiesto Plagiarista. Como todos los movimientos, el plagiarismo puede tener efectos secundarios, y estos son competencia exclusiva del lector. En caso de duda, dude.

8 Los escritores plagiaristas, huelga decirlo, no sirven para nada. La literatura entera no sirve para nada. La literatura sólo sirve para la literatura, y para el plagiarista eso es más que suficiente.

9 El plagiarismo y el humor son cosas muy serias, es cierto. Son tan serias que, si alguien se las toma a broma, se convierten en una tragedia. Son cosas tan serias que, en lo más profundo de sus motivaciones, esconden el deseo enorme de ponerse a llorar.

10 Todo lo demás se deduce de lo anterior.

Firmado:
Leandro Romaña y César Ruiz-Tagle.