lunes

Literatura Birmana

Eco
Autor: Dee Jo Pai (1989).
Traducido directamente del birmano por César Ruiz-Tagle.
Edición a cargo de Alexi La Bàs.

Un niño al que no he vuelto a ver me dijo una vez:
El único animal capaz de quitarse la vida en una situación de extremo peligro es el escorpión.
¿Y el hombre? ¿Qué pasa con el hombre?, le dije.
El hombre no es un animal, me respondió.
¿Ah, no?

En los días que llevo aquí aún no he visto humanos ni alacranes. He visto numerosos conejos, zorros, jabalíes, ciervos, lobos, aves e insectos de todos los tipos. De todos ellos he intentado alimentarme, porque todos ellos se alimentan unos de otros, sometidos a una trágica cadena de depredación y supervivencia. No pueden oponerse a ella. Nadie puede.

Recuerdo las dos o tres tardes que necesitó mi padre para enseñarme a montar en bicicleta. Me subía en el sillín y me sujetaba mientras avanzábamos. De golpe me soltaba y me decía: ¡Pedalea, continúa pedaleando! Entonces perdía el equilibrio y me iba al suelo. Tardé más tiempo del habitual en aprender, pero al final lo conseguí. El día que logré recorrer unos metros sin su ayuda mi padre exclamó: ¡Bravo, hijo mío, esto nunca lo olvidarás! Luego vino el levantamiento y los combates y las primeras infamias. Luego mi hermano se marchó en bicicleta para enrolarse con los golpistas y mi padre juró lealtad al Gobierno, y yo me quedé sin la posibilidad de comprobar aquella promesa.

Está amaneciendo y hace mucho frío. No sé qué día es hoy. Sigo escondido en una cueva excavada en la parte alta de la montaña. No sé cuándo voy a salir. Hará un mes que deserté, y ningún día se han dejado de oír los disparos. Los hombres confían en su destino. Ignoro si mi hermano continúa pedaleando. Mi padre murió la noche de mi reclutamiento. Para mí, al menos, la guerra ha terminado.

El eco de un disparo se oye en la ladera, proveniente de lo alto de la montaña, allí donde ningún ejército pensaba que había llegado la batalla.

Nota del traductor
Por César Ruiz-Tagle

Conocí a Dee Jo Pai la madrugada del 11 de mayo del año 2008 en una taberna inclasificable del madrileño barrio de Lavapiés. Estaba borracho. Él lo estaba, no yo. Por aquel entonces yo trabajaba de camarero y soportaba con resignación las confesiones nocturnas de los parroquianos. Ese día, un hombre menudo y solitario llevaba varias horas en la barra bebiendo en silencio. Yo aún no estaba seguro de que fuera él. Estábamos a punto de cerrar cuando se irguió y preguntó al aire:
Ein dha bé ma lé?
Al fondo, a la derecha, le contesté.
Me has entendido, se sorprendió.
Sí. Conozco tu idioma y he viajado a tu país. ¿Cómo te llamas?
Me llamo Ba Sein, me mintió. ¿Y tú? ¿Quién eres tú? ¿Acaso trabajas para la Junta?
¡No!
¿Para Suu Kyi?
Negué con la cabeza.
¿Para los Htoo?
No. No soy amigo de golpistas, de mártires ni de revolucionarios.
Entonces ¿quién eres?
Soy Eric Blair, y soy un escritor plagiarista. Igual que tú, amigo Ba Sein, aunque los dos sabemos que ninguno de esos nombres nos pertenece.
Ya no tuve tiempo de añadir nada más porque el escritor birmano que había cambiado mi percepción de la literatura y del compromiso se desplomó. Al día siguiente se despertó en el sofá de mi casa sin comprender nada. Quiso huir antes que enfrentarse conmigo. Alcanzó la puerta. La abrió. Comprobó que yo no le seguía y entonces se detuvo en el umbral. Volvió sobre sus pasos.
Mi verdadero nombre es Dee Jo Pai, pero eso tú ya lo sabes, ¿verdad?

La primera traducción que hice de una de sus obras (que resultó ser su última obra) era muy antigua, de una época en que mi conocimiento del birmano era superficial y estrictamente académico. Sin embargo era la única que tenía a mano y fue la que le enseñé a Jo Pei para ganarme su confianza. Esa modesta y errática traducción es el germen de la que el lector puede leer aquí, ahora mejorada y epilogada por el autor, tareas que realizó el propio Jo Pei semanas antes de desaparecer sin despedirse, otra vez. Por el contrario, aquella mañana calurosa de mayo en que uno de los mejores escritores birmanos leyó por primera vez un fragmento de su obra traducido al castellano, el texto era plano y deforme, como la primera naturaleza muerta que pinta un escolar. Jo Pei hojeó el folio que le entregué y mostró una sonrisa sosegada, irónica y paternal, sintiéndose al fin seguro de que se encontraba seguro. Me devolvió la hoja sin decir una palabra. Yo esperaba ansioso una respuesta, una crítica contumaz, una alabanza de postín, o una consolante palmada en la espalda. Me devolvió la hoja y me miro a los ojos mientras yo le miraba a él como se mira una escultura griega.
Tengo hambre, dijo. ¿Bajamos a desayunar?
Empecé a moverme como un autómata.
No olvides coger eso, dijo también señalando la hoja que contenía mi infame traducción y que yo había dejado caer al suelo sin darme cuenta. Y añadió, riendo:
Lo dejaremos en la primera papelera que veamos por el camino.

Desde entonces, Dee Jo Pei y yo fuimos buenos amigos. Más bien fuimos como un padre y un hijo, y por esa razón me siento huérfano desde el día que volvió a desaparecer. La interpretación más extendida (y peor entendida) de la Historia nos lleva a creer que en el pasado sólo hubo dos frentes: víctimas y verdugos. La vida y la obra de Jo Pai revelan un deseo incesante por demostrar la insensatez de conceptos como el maniqueísmo y el nacionalismo, y de actitudes como la lealtad y la traición. Sé que Jo Pai no aprobará que yo le incluya ahora en el primero de esos dos bandos, y nada me gustaría más que fuera él mismo quien me lo recriminara en persona. Eso significaría que Jo Pai sigue vivo, que sigue leyendo y viajando, y que ha regresado a su cueva para no enfrentarse con su propio hermano y ser fiel a la única patria, la batalla contra la guerra, la batalla consigo mismo.


Nota del editor
Por Alexi La Bàs

Estamos en condiciones de asegurar que el texto que presentamos en esta edición es el único de todos los que se manejan en la actualidad cuya autoría corresponde efectivamente a Dee Jo Pai, porque nos consta que muchos de los fragmentos de su obra recuperados en antologías varias que circulan en la actualidad por las librerías no fueron escritos por Dee Jo Pai, y por lo tanto no le pertenecen ni le explican. Esta traducción, además, se llevó a cabo por el especialista en asuntos birmanos, César Ruiz-Tagle, y fue revisada por el propio autor, quien asimismo tuvo tiempo antes de desaparecer (o ser desaparecido) de tener en sus manos las primeras pruebas de impresión. Me conmovieron sus borgianas palabras al leer uno de los primeros borradores. Dijo, sin perder una pizca del sentido del humor que le caracterizaba: Compruebo con agrado que mi escrito original está mejorado aquí por varias erratas. Para el equipo que ha hecho posible este volumen portátil, que presenta a los lectores en castellano una de las muestras más significativas de las posibilidades narrativas de la literatura birmana, constituye a todos los efectos un orgullo y un motivo de congratulación que queremos trasladar a nuestros incondicionales.

Respecto de otras ediciones que empiezan a circular por Occidente, ya lo hemos dicho y lo volveremos a decir, sólo podemos sospechar que parecen fabricadas (y el empleo de esta palabra no es aleatorio) con la única intención de no perder la cola del tren que está colmando el mercado libresco de supuestas novedades literarias traídas directamente de Birmania. No me equivocaré si afirmo que la tarea espeleológica que iniciaron los escritores plagiaristas para excavar las rocas que sepultaron la literatura birmana anterior a 1989 (año en que la República pasa a denominarse oficialmente Unión de Myanmar) está en radical contradicción con la apropiación indebida de textos apócrifos y la invención sistemática de autores inexistentes que un grupo de obtusos editores está llevando a cabo con intenciones maléficas y abiertamente mercantiles. Esta intromisión menosprecia y equipara el meritorio y perseverante empeño plagiarista, que rescata del olvido las voces más puras, honestas y hermosas de los literatos birmanos perseguidos por las autoridades políticas y culturales de su propio país, con un mero capricho infantil, con una casualidad de sobremesa, o con un juego sin reglas definidas para llenar las horas del recreo. Y eso no, de ninguna manera. ¡Hasta ahí podíamos llegar! El milagroso encuentro entre el incipiente movimiento plagiarista y la aprisionada ficción birmana fue un acto sublime e inevitable, como si, digámoslo solemnemente, hubiese sido orquestado en la trastienda inextricable de la historia de la literatura, y cuyas consecuencias (proyectadas ahora hasta el último rincón del planeta por la idiosincrasia posmoderna y su mecánica de la comunicación, es decir, internet) somos incapaces de preveer. El uso que se haga en ese no-lugar (o mejor, como dicen algunos, hiper-lugar) del legado de este binomio será irreversible, y las derivaciones que produzcan unos pocos serán responsabilidad de todos, porque internet y el cielo y el infierno son uno, y porque así está escrito en un texto que aún está por exhumarse.

Antes de decir au revoir, les ruego: Lean a Dee Jo Pai. Léanlo mientras puedan (y háganlo en nuestra colección), porque puede ser la última vez que tengan esta oportunidad, porque llegará el día en que tendrán en sus manos una burda imitación pésimamente traducida por un poeta húngaro, transcrita por los componentes bien instruidos de un bufete de abogados de Michigan que habrán contratado para hacer la promoción a un actor de segunda que se hace pasar por nieto bastardo de una hija no reconocida del segundo matrimonio de Jo Pai (y todos sabemos que Jo Pai era gay y que nunca tuvo relaciones sexuales con una mujer y por supuesto que ni se le pasó por la cabeza casarse). Léanlo, digo, porque sólo es cuestión de tiempo que alguno de todos esos funcionarios y escribidores plagiarios (¡ojo, que no plagiaristas!), que simularán su mundo y calcarán su prosa y portarán su máscara, logre suplantar de una vez para siempre la verdadera identidad del escritor birmano que nosotros conocimos y que tuvimos la fortuna de tratar (algunos más íntimamente que otros). ¿Quién sabe en cuántos años los lectores del futuro se las verán con textos que lleven la firma de Dee Jo Pai y que habrán perdido todo rastro de él, de su fuerza arrasadora, de sus obsesiones, de su alma primigenia e intransmutable? ¡No permitamos algo así! Para nuestra desgracia, somos demasiado viejos para subscribir una exclamación que con la sola publicación de esta obra estamos, aunque sea mínimamente, refutando. Es un riesgo que había que correr y que ahora asumimos, aunque suspiramos profundamente por no verlo materializado jamás.

Para terminar, una confesión. Si es cierto que nadie está en condiciones de certificar la muerte de este gran escritor birmano (y todavía mejor persona), de la misma manera, entonces, nadie puede negar que siga con vida. Yo he depositado toda mi fe en la esperanza de esta segunda premisa, y aún y así no he ahorrado una lágrima por la salvación de su alma, y amén.

Epílogo
Por Dee Jo Pai

Decía Heráclito (¿o fue Hesíodo?) que el mismo hombre no puede bañarse dos veces en el mismo río. Platón se atrevió a asegurar que sólo Dios crea el Arquetipo (la idea original) de la mesa, y que el carpintero nada más da forma a un simulacro. Siglos más tarde, Spizona (¿o fue Leibniz?) comprendió que la piedra eternamente quiere ser piedra y que todos sus actos van encaminados a tal fin. En época más temprana, Schopenhauer proclamó que el Universo es una proyección de nuestra alma y que la historia universal está en cada hombre. El siglo pasado Borges aventuró que todos nos sabemos inmortales y que tarde o temprano todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo, pero también se lamentó de que el mundo, desgraciadamente, era el mundo, y de que él, desgraciadamente, era Borges. Esta mañana, en el metro, un tipo me ha dicho ¿quién te has creído que eres?, cuando sin querer me he tropezado con él. Pues bien, de eso se trata. ¿Quién soy yo? ¿Soy un hombre, un simulacro, una piedra, un inmortal, o un pelele? Bueno. ¿Qué quiero decir con esto? Absolutamente nada, que es como decir que no lo sé.

¡Cuantas solemnidades vuelca uno sobre el papel, y qué prosaica es la vida real! Esa que hace daño y sangra y enferma y tiene hambre. En 1989, mi país vivía una hecatombe y yo nunca había oído hablar de Spinoza. Escribía relatos y poesías para distraerme de las labores del campo. Era un poeta campesino, sin ser en realidad ninguna de las dos cosas. Tenía 23 años la mañana en que escribí un relato que titulé con el nombre de Eco. No hacía falta tener un Doctorado en Retórica para interpretar que me quitaba de en medio. Lo terminé, lo firmé, y por una serie de imposturas Eco llegaba a conocimiento de las autoridades de la Junta mientras yo cruzaba la frontera con Tailandia. Fue una coartada perfecta. Retiraron la orden de búsqueda y captura y la condena a muerte por deserción. Se presentaron en mi casa y dijeron a mi madre que yo había muerto. Para entonces yo era otro en otro lugar. Viajaba, divagaba, mendigaba, leía. Nunca volví a escribir. El simbólico sacrificio de mi relato dio paso a un verdadero suicidio literario.

Ignoro en qué circunstancias ese postrero escrito me sobrevivió. He oído rumores acerca de la supervivencia de otros textos míos de juventud. No puedo evitar sonrojarme y enorgullecerme por ello. Tampoco puedo pensar con claridad sobre todo lo que me está pasando. En cualquier caso, he decidido escribir otro relato, un relato que contenga el sonido primigenio aún siendo el eco del eco del eco del eco. Porque la historia siempre se repite y toda historia remite a otra historia que a su vez remite a otra historia que a su vez remite a otra historia (esto no sé quién lo dijo pero es de sobra conocido, y además encierra toda la verdad); y porque, finalmente, ¿qué es la literatura? Unas cosas después de otras y todas ellas sucediéndose al mismo tiempo con la dinámica de un columpio, donde para llegar más alto hay que retroceder cada vez. En consecuencia, ¿quién vendrá esta vez a empujarme?

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Comentarios como el anterior nos alertan una vez más sobre los peligros de los fanatismos, tan extendidos en nuestro país, y de la intransigencia política, religiosa, literaria, sexual y de cualquier otro tipo y condición. ¡No dejemos que esto ocurra! ¡Eliminemos sus mensajes y sus proclamas! ¡Quitémosles sus tribunas!
Por cierto, yo no soy católica pero rezaré por el alma de Jo Pai, donde quiera que esté.
¿Alguien puede decirme dónde puedo encontrar más textos de este escritor tan tenazmente revolucionario?
¡Gracias, camaradas plagiaristas!
Fdo: La Otra Izquierda

Anónimo dijo...

Leo en el periódico, antes de subirme a un avión, un poema de José Emilio Pacheco de 1967, que sin embargo no conocía, titulado “Alta traición”, y que dice así:

No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos, fortalezas
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia, montañas
y tres o cuatro ríos.

Entiendo que el relato del escritor birmano Dee Jo Pai transmite de alguna manera esta concepción de la patria, de la infancia, de la nostalgia, lugares a los que algún día hemos de volver a buscar allí la bicicleta que nos dio la libertad. Y volveremos sin rencor, sin ánimo de venganza, sin reclamar respeto ni reconocimiento ni medallas. Volveremos, otra vez, a rehusar los dominios del hombre y a recrear los juegos del niño.
Fdo: D.J.P

Anónimo dijo...

Romanones, hijos de mil troles. Que aterrizo desde la puerta del Apolo en Madriz. Reservad un sitio para el tío que más rápido habla de Barcelona.

Leandro Romaña dijo...

SiemprehaysitioparaeltíoquemásrápidohabladeBarcelona.