lunes

De Vila-Matas hacia Enrique y viceversa

Para algunos es un referente. Para otros, un escritor demasiado reconocido. La vida y la obra del escritor Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) transitan sin solución de continuidad de la ficción a la realidad y de ambas a la literatura. Seix Barral acaba de publicar Dublinesca, su última novela, donde un editor retirado y obsesionado con el Ulises de Joyce viaja a Dublín para celebrar el fin de la Era Gutemberg. Y por este y otros motivos nosotros viajamos de Vila-Matas hacia Enrique y viceversa.

Entrevista realizada por Juan Soto Ivars y César Ruiz-Tagle en el Hotel de las letras de Madrid el 17 de marzo del año 2010.

Son las cuatro de la tarde. Es la hora de la entrevista y Enrique Vila-Matas ha desaparecido, como suele hacer en sus novelas. No está por ningún lado. Hasta cierto punto es normal. Los entrevistados y las mujeres hermosas siempre se hacen esperar. Una compañera de otro medio también espera al escritor. Ella está esperando a Vila-Matas. Nosotros esperamos a Enrique. Por eso hemos venido al Hotel de Las Letras de Madrid. Para conocerle. Para reconocerle. Ahora bien, ¿cuál es la mejor manera de empezar esta entrevista?

Lo hemos pensado mucho. De entrada, queremos explicarle a Enrique que hemos preparado a conciencia este encuentro, que hemos escrito una tanda de preguntas y contrapreguntas y que por eso hemos acudido dos jóvenes escritores ataviados con el uniforme de periodistas para hacer esta entrevista. Nos giramos y Vila-Matas estaba ahí, sentado en otra mesa, charlando con una mujer hermosa, como si él también acabara de escaparse de un sueño o de una ficción. Ellos dos se despiden, nosotros tres nos presentamos. Le decimos: buenas tardes, Enrique. Queremos explicarle que… Pero Vila-Matas interrumpe nuestras palabras y, como no podía ser de otra forma, se convierte en el entrevistador.

“Una vez fui a entrevistar a Dalí a su casa y me preguntó: “¿Tienes las preguntas escritas?” Sí, respondí. Eran preguntas muy complicadas porque había estado toda la semana preparando la entrevista. En algunos medios se decía que Dalí era un payaso, un showman, pero yo sabía que él había leído a Freud, a Lacan, y que era un hombre de cultura. “Déjame ver”, dijo Dalí. Le enseñé mis preguntas. Las leyó y dijo: “Está bien, pero yo podré contestar lo que quiera ¿no?” Y yo le dije: claro.” Se hace un silencio que sobrellevamos como podemos hasta que Vila-Matas añade: “Bueno, esta es una buena manera de empezar, ¿no?” Por supuesto, le respondemos. Esto era precisamente lo que estábamos esperando.

Inteligente y distante

Enrique Vila-Matas es un hombre que ha dedicado su vida a la literatura. Empezó siendo un escritor minoritario y poco a poco invadió espacios propios y ajenos hasta obtener el reconocimiento del que goza en la actualidad. Gracias a libros inclasificables como Bartleby y compañía, y a novelas híbridas y personalísimas como Dietario Voluble, Vila-Matas ha dado forma a una obra original, verdaderamente inteligente, pero también, por qué no decirlo, complicada y distante. Como parece ser su autor.

Es cierto que son miles los lectores que le admiran. Vila-Matas ha sido consagrado por la crítica literaria como un escritor de referencia. Como prueba de ello, en la última década Vila-Matas ha obtenido una docena de premios literarios, entre ellos algunos de los más prestigiosos, como el Premio Internacional Rómulo Gallegos y el Prix Médicis. Es evidente que la utilización por parte de tantos escritores jóvenes, desde Alberto Olmos al tándem formado por Agustín Fernández Mallo y Manuel Vilas, de recursos narrativos como la metaliteratura, la autorreferencia o la escritura fragmentaria, es una muestra más de la influencia ejercida por este escritor genial e inclasificable.

No es menos cierto, asimismo, que la literatura como trama de la literatura que Vila-Matas practica hasta agotar todas las posibilidades también genera cierta indiferencia. No es nuestro caso, pero sí es nuestro deber recordárselo al entrevistado. Aunque quizá no sea la mejor manera de proseguir con la entrevista, le decimos a Enrique que su obra divide a los lectores. “Es normal –acepta.- Ahora está bien visto acercarse a la cultura sólo para entretenerse. Yo hablo a un lector que es cómplice del escritor, y que complementa el libro a su manera”.

Volvemos a la novela, a Dublinesca. “Hace dos años estuve en Dublín y aquel momento coincidió con una relectura del Ulises. Entonces me concentré en el sexto capítulo, el viaje al cementerio, y fui hasta ese lugar”. Con Enrique fueron algunos amigos escritores y ese viaje y esa visita fueron trasladados a la novela. El protagonista de Dublinesca es Samuel Riba, “el último editor literario”, un hombre obsesionado con el fin de la era Gutemberg, por un lado, y con el fin de su vida, por el otro. Y aquí es cuando volvemos a Joyce. Adentrarse en la obra cumbre del irlandés para relacionarla con la finitud parece algo razonable. “Ulises es un universo de libertad y si uno entra descubre que es infinito”. La novela, además, habla de la vejez y de la amistad, y se centra en algunas experiencias personales que ha vivido el autor. Porque Enrique es (y a la vez no es) el protagonista de todas las novelas de Vila-Matas.

“Es verdad -reconoce el escritor.- Este personaje se parece mucho a mí. Mira la realidad desde un punto de vista literario”. Eso es incuestionable, nos atrevemos a decirle. “Mis historias surgen de lo que he leído y de cómo lo relaciono con lo que veo”. Entonces Enrique agarra una botella de agua que hay sobre la mesa y nos cuenta: “Yo construyo las historias a partir de asociaciones culturales. Asocio esta botella con la de Bousell, que era especialista en leer las etiquetas de las botellas, y me acuerdo de que hay etiquetas de Vichy, que es la ciudad donde nació Larbaud, y como Larbaud tradujo el Ulises pienso que esta botella está relacionada con Joyce, y que de una botella así pudo beber Molly Bloom en el capítulo séptimo. Y así, mirando esta botella, a lo mejor escribo un cuento sobre Molly Bloom.”

Auténtico y natural
Aprovechamos la expectación creada en el lector para hojear de nuevo nuestras preguntas. Invadimos el reportaje, igual que Vila-Matas invade la realidad de sus libros y se apropia de otras ficciones hasta hacerlas suyas. “Es totalmente auténtico y natural. Cuando cuento lo que me pasa, aunque no me haya pasado nada, yo lo cuento como pienso que me pasa”, reflexiona el autor de El mal de Montano. Visto así, el impulso de la escritura bien podría ser una patología que aún no ha recibido un nombre. Y aquí es donde aparece el chileno Roberto Bolaño, quien asociaba con frecuencia la literatura con la enfermedad. Él y Enrique fueron amigos. “Bolaño y yo compartíamos una visión del mundo metida dentro de la literatura. Pero no creo que el escritor sea un enfermo. Me parece más rara la gente que colecciona sellos o que ve las carreras de Fórmula 1”. Sonreímos. No se nos ocurre preguntarle cuántas carreras de Fórmula 1 ha visto. Sigue hablando. “Igual hay una parte de la humanidad para la que los escritores estamos locos, sí. Bueno, es discutible. Yo he sido fundamentalmente un hombre de cultura. Lo que sirve como normalidad para mí quizás no sirve para otros” consiente Enrique.

Justo cuando una editora nos anuncia que nos quedan cinco minutos para terminar esta entrevista, Enrique distingue dos categorías de escritores: “los que están dispuestos a jugarse la vida por lo que escriben, y los otros.” Recordamos a Mario Levrero, otro indudable referente para los escritores de hoy, aunque no tanto para los lectores. Y Enrique se posiciona: “2666, de Bolaño, y La novela luminosa, de Levrero, son los dos libros por donde deberían transitar los caminos en este siglo. Los dos defienden, igual que yo, que la novela y el ensayo deben reunirse porque el ensayo conduce al pensamiento y la novela es mejor si tiene pensamiento detrás”. Movemos la cabeza afirmativamente. Un instante después, Vila-Matas lamenta que “las cosas no irán por ahí. Según parece, la gente prefiere las novelas de Ruiz Zafón”.

El camino está cortado. El viaje ha llegado a su fin, a otro. Enrique sigue aquí, pero Vila-Matas tiene que huir de estas páginas para reaparecer en otro lugar. La editora jefe casi le obliga a levantarse porque él sigue sentado, charlando con una mujer hermosa. Antes de verle desaparecer definitivamente le hacemos una última pregunta. Enrique está de pie. Nosotros también. De alguna manera indefinible, los tres hemos trascendido la realidad y el texto y ahora estamos iniciando un extraño viaje al otro lado del espejo. Allá vamos. ¿Qué es lo que tienen que hacer los jóvenes escritores?, le preguntamos. Y mientras Enrique se despide de nosotros, Vila-Matas sentencia: “Los jóvenes escritores tienen que escribir y punto”. Y nosotros escribimos. Y punto.

sábado

Birmania no existe

Escena familiar
Autor: K. Puu

Traductor: César Ruiz-Tagle

Yo era un niño, ni mejor ni peor que los demás, aunque fuera un niño pobre y analfabeto.

Es sábado. Estoy en mitad de la calle. Hace calor. Juego con un palo y una piedra. Tengo 12 años. Soy un niño. Soy feliz.

Mi amigo Meyn Ro y yo pasábamos muchas horas juntos. Por alguna razón que entonces desconocía era yo quien le iba a buscar a casa, y siempre me hacía esperar. No me quejaba. Me resultaba divertido, hasta diría que me hacía sentir importante. La verdadera razón, sin embargo, era otra.

Hace mucho calor. Llevo puesto un pantalón y una camisa. No paro de correr. No paro de sudar. Me canso de correr. No puedo esperar más. Grito. ¡Meyn Ro!

Meyn Ro era un niño especial: sabía leer, y además era rico. Nos habíamos hecho amigos por casualidad, como ocurre con todos los buenos amigos. Su padre era un oficiante religioso de la pagoda de Rangún. Se decía que era un hombre poderoso e influyente. Su madre era extranjera. De ella se decía que era la mujer más hermosa de Birmania, y la más singular. De piel blanquísima y cabellos dorados, representaba el exotismo, la pureza y la sensualidad femenina que caracterizaba a las actrices del cine americano. Yo no podía saberlo porque nunca había estado en el cine ni había visto una película, ni americana ni china ni checoslovaca. Aquel sábado a mediodía estaba muy nervioso porque Meyn Ro me había prometido que su madre nos llevaría a la ciudad para darnos una sorpresa.

Estoy nervioso. Estoy muy nervioso. Meyn Ro no aparece por ningún lado. Me entretengo lanzando piedras. Me canso de lanzar piedras. Entro sin avisar en la casa de Meyn Ro.

Yo era pobre. ¿Os lo he dicho ya? Vivía con toda mi familia en un pequeño hogar de una pequeña aldea. Apenas sabía que se podía vivir de otra manera. Sabía, eso sí, que el barrio de Meyn Ro era distinto, que Meyn Ro era distinto. Había algo en su manera de mirar que me hacía pensar que él y yo éramos habitantes de dos mundos antagónicos. En eso pensaba mientras cruzaba un largo pasillo flanqueado por varias puertas a ambos lados de la pared. De una de las puertas surgió una silueta, una figura. Una mujer.

Está desnuda. Está caminando. Se acerca hacia mí. Se detiene. Dice algo que no soy capaz de entender. Yo no digo nada. No reacciono. Ella no utiliza las manos para taparse. Me deja mirarla. Es la primera vez en toda mi vida que contemplo a una mujer desnuda. Después de un tiempo indefinido y agotador, la madre de Meyn Ro se da la vuelta con calma y empieza a caminar. Salgo a la calle. Hace mucho calor. Soy un hombre. ¿Soy un hombre? Soy infeliz.

Salí corriendo sin mirar atrás. No sabía qué otra cosa podía hacer. Oí los gritos de mi amigo Meyn Ro, como un eco lejano y misterioso que me llamara hacia sí: ¡No tengas miedo!, gritaba mi amigo: ¡Sólo es una película! Seguí corriendo. Como era de esperar, él y yo nunca nos volvimos a ver.

Llego a casa jadeante. Mi madre no me pregunta qué hago aquí, por qué no estoy en la ciudad con Meyn Ro y su madre. Mi padre no está. Mis hermanos mayores tampoco. Llévate a Shun al río y lavaros los dos, dice mi madre.

Muchos años después, en Berlín, entré por primera vez en un cine. Entré solo. Estaba oscuro y no parecía que hubiera mucha gente. Me senté en una de las últimas filas. En la pantalla había varias mujeres desnudas agasajando a un hombre. El hombre era blanco. Las mujeres que le agasajaban no se parecían en nada a la madre de Meyn Ro. Un hombre se acercó a mí y sin mediar palabra me desabrochó el pantalón. Cuando salí del cine me encontraba mejor, tranquilo, ni siquiera confuso, pero tenía la incómoda sensación de haberme perdido la parte más importante de la película.

Shun es mi hermano pequeño. ¿Dónde está papá? ¿Dónde están mis hermanos? Mi madre no me contesta. Iros al río, sentencia. Agarro a Shun de la mano y empezamos a caminar. Llegamos a la ribera del río Yangon. Nos desnudamos. Nos metemos en el agua. ¿Qué haces?, me pregunta mi hermanito mientras me acaricio la entrepierna. No tengas miedo, le digo. Sólo es una película.


***

Nota del autor.

Los escritores plagiaristas me han pedido que me presente al lector, que diga quién soy. Bien. Soy K. Puu. Hace años hubiera podido decir: Soy birmano. Soy escritor. Soy homosexual. Soy un genio. Pero hace décadas que no escribo una sola línea. El año que escribí este relato yo estaba en Berlín Oeste viendo cómo la realidad se hacía pedazos como si fuera de cartón. Era 1989. 20 años después, en un balneario situado a las afueras de Munich, conocí a Virginie Ooy. Ella fue quien me puso en contacto con los escritores plagiaristas Leandro Romaña y César Ruiz-Tagle, y el más larguirucho de ellos fue el primer ser humano que me llamó maestro. Ahora sé que la historia no es otra cosa que una broma muy seria, una sofisticada y ridícula concatenación de azares entre cuyos vericuetos y resabios se forja nuestro destino.

La verdad, la Verdad, es que no sé quién soy. Puedo decir que a los 39 años conocí a una mujer maravillosa con quien perdí la virginidad heterosexual una noche de luna nueva en una pensión de Berlín. Berlín es Europa, es una herida abierta y a la vez cerrada, pero eso es otra historia. Aquella mujer era rumana y ella y yo vivimos enamorados el uno del otro durante 11 años más. Luego ella murió y yo no supe qué hacer. Quise volver a mi país pero hacía tiempo que Birmania había desaparecido. Las autoridades de Myanmar me denegaron la entrada así que rechacé mi nacionalidad y me convertí en ciudadano alemán. El último libro que he leído es Autorretrato de Edouard Levé. Después de eso he intentado quitarme la vida dos veces. No soy lo suficientemente valiente. No soy escritor. Tampoco soy un genio. Más bien soy un miserable. No escribiré un cuento nunca más. El plagiarismo es como un hotel de 5 estrellas en el que uno se puede quedar a vivir porque es tan barato como una pensión de mala muerte. Pero a mí no me gusta vivir en los hoteles.

Por lo demás, la lectura es una pérdida de tiempo. Óyeme bien, lector, ponte un buen abrigo y sal ahí fuera y súbete al primer tren que llegue a la estación y déjame en paz. No mires atrás porque yo no estaré allí. No habrá nadie. Ese ruido, ¿lo oyes?, significa que estás solo. En algún lugar hay una chica esperándote así que ve hacia ella y háblale de aquellos maravillosos años y a mí déjame morir en paz. Virginie Ooy, por ejemplo, es una buena chica, inteligente, amable, discreta y con un buen par de tetas. El plagiarismo es un tren que siempre está a punto de llegar. El plagiarismo va a llegar. Birmania no existe. Viva Birmania.