sábado

Birmania no existe

Escena familiar
Autor: K. Puu

Traductor: César Ruiz-Tagle

Yo era un niño, ni mejor ni peor que los demás, aunque fuera un niño pobre y analfabeto.

Es sábado. Estoy en mitad de la calle. Hace calor. Juego con un palo y una piedra. Tengo 12 años. Soy un niño. Soy feliz.

Mi amigo Meyn Ro y yo pasábamos muchas horas juntos. Por alguna razón que entonces desconocía era yo quien le iba a buscar a casa, y siempre me hacía esperar. No me quejaba. Me resultaba divertido, hasta diría que me hacía sentir importante. La verdadera razón, sin embargo, era otra.

Hace mucho calor. Llevo puesto un pantalón y una camisa. No paro de correr. No paro de sudar. Me canso de correr. No puedo esperar más. Grito. ¡Meyn Ro!

Meyn Ro era un niño especial: sabía leer, y además era rico. Nos habíamos hecho amigos por casualidad, como ocurre con todos los buenos amigos. Su padre era un oficiante religioso de la pagoda de Rangún. Se decía que era un hombre poderoso e influyente. Su madre era extranjera. De ella se decía que era la mujer más hermosa de Birmania, y la más singular. De piel blanquísima y cabellos dorados, representaba el exotismo, la pureza y la sensualidad femenina que caracterizaba a las actrices del cine americano. Yo no podía saberlo porque nunca había estado en el cine ni había visto una película, ni americana ni china ni checoslovaca. Aquel sábado a mediodía estaba muy nervioso porque Meyn Ro me había prometido que su madre nos llevaría a la ciudad para darnos una sorpresa.

Estoy nervioso. Estoy muy nervioso. Meyn Ro no aparece por ningún lado. Me entretengo lanzando piedras. Me canso de lanzar piedras. Entro sin avisar en la casa de Meyn Ro.

Yo era pobre. ¿Os lo he dicho ya? Vivía con toda mi familia en un pequeño hogar de una pequeña aldea. Apenas sabía que se podía vivir de otra manera. Sabía, eso sí, que el barrio de Meyn Ro era distinto, que Meyn Ro era distinto. Había algo en su manera de mirar que me hacía pensar que él y yo éramos habitantes de dos mundos antagónicos. En eso pensaba mientras cruzaba un largo pasillo flanqueado por varias puertas a ambos lados de la pared. De una de las puertas surgió una silueta, una figura. Una mujer.

Está desnuda. Está caminando. Se acerca hacia mí. Se detiene. Dice algo que no soy capaz de entender. Yo no digo nada. No reacciono. Ella no utiliza las manos para taparse. Me deja mirarla. Es la primera vez en toda mi vida que contemplo a una mujer desnuda. Después de un tiempo indefinido y agotador, la madre de Meyn Ro se da la vuelta con calma y empieza a caminar. Salgo a la calle. Hace mucho calor. Soy un hombre. ¿Soy un hombre? Soy infeliz.

Salí corriendo sin mirar atrás. No sabía qué otra cosa podía hacer. Oí los gritos de mi amigo Meyn Ro, como un eco lejano y misterioso que me llamara hacia sí: ¡No tengas miedo!, gritaba mi amigo: ¡Sólo es una película! Seguí corriendo. Como era de esperar, él y yo nunca nos volvimos a ver.

Llego a casa jadeante. Mi madre no me pregunta qué hago aquí, por qué no estoy en la ciudad con Meyn Ro y su madre. Mi padre no está. Mis hermanos mayores tampoco. Llévate a Shun al río y lavaros los dos, dice mi madre.

Muchos años después, en Berlín, entré por primera vez en un cine. Entré solo. Estaba oscuro y no parecía que hubiera mucha gente. Me senté en una de las últimas filas. En la pantalla había varias mujeres desnudas agasajando a un hombre. El hombre era blanco. Las mujeres que le agasajaban no se parecían en nada a la madre de Meyn Ro. Un hombre se acercó a mí y sin mediar palabra me desabrochó el pantalón. Cuando salí del cine me encontraba mejor, tranquilo, ni siquiera confuso, pero tenía la incómoda sensación de haberme perdido la parte más importante de la película.

Shun es mi hermano pequeño. ¿Dónde está papá? ¿Dónde están mis hermanos? Mi madre no me contesta. Iros al río, sentencia. Agarro a Shun de la mano y empezamos a caminar. Llegamos a la ribera del río Yangon. Nos desnudamos. Nos metemos en el agua. ¿Qué haces?, me pregunta mi hermanito mientras me acaricio la entrepierna. No tengas miedo, le digo. Sólo es una película.


***

Nota del autor.

Los escritores plagiaristas me han pedido que me presente al lector, que diga quién soy. Bien. Soy K. Puu. Hace años hubiera podido decir: Soy birmano. Soy escritor. Soy homosexual. Soy un genio. Pero hace décadas que no escribo una sola línea. El año que escribí este relato yo estaba en Berlín Oeste viendo cómo la realidad se hacía pedazos como si fuera de cartón. Era 1989. 20 años después, en un balneario situado a las afueras de Munich, conocí a Virginie Ooy. Ella fue quien me puso en contacto con los escritores plagiaristas Leandro Romaña y César Ruiz-Tagle, y el más larguirucho de ellos fue el primer ser humano que me llamó maestro. Ahora sé que la historia no es otra cosa que una broma muy seria, una sofisticada y ridícula concatenación de azares entre cuyos vericuetos y resabios se forja nuestro destino.

La verdad, la Verdad, es que no sé quién soy. Puedo decir que a los 39 años conocí a una mujer maravillosa con quien perdí la virginidad heterosexual una noche de luna nueva en una pensión de Berlín. Berlín es Europa, es una herida abierta y a la vez cerrada, pero eso es otra historia. Aquella mujer era rumana y ella y yo vivimos enamorados el uno del otro durante 11 años más. Luego ella murió y yo no supe qué hacer. Quise volver a mi país pero hacía tiempo que Birmania había desaparecido. Las autoridades de Myanmar me denegaron la entrada así que rechacé mi nacionalidad y me convertí en ciudadano alemán. El último libro que he leído es Autorretrato de Edouard Levé. Después de eso he intentado quitarme la vida dos veces. No soy lo suficientemente valiente. No soy escritor. Tampoco soy un genio. Más bien soy un miserable. No escribiré un cuento nunca más. El plagiarismo es como un hotel de 5 estrellas en el que uno se puede quedar a vivir porque es tan barato como una pensión de mala muerte. Pero a mí no me gusta vivir en los hoteles.

Por lo demás, la lectura es una pérdida de tiempo. Óyeme bien, lector, ponte un buen abrigo y sal ahí fuera y súbete al primer tren que llegue a la estación y déjame en paz. No mires atrás porque yo no estaré allí. No habrá nadie. Ese ruido, ¿lo oyes?, significa que estás solo. En algún lugar hay una chica esperándote así que ve hacia ella y háblale de aquellos maravillosos años y a mí déjame morir en paz. Virginie Ooy, por ejemplo, es una buena chica, inteligente, amable, discreta y con un buen par de tetas. El plagiarismo es un tren que siempre está a punto de llegar. El plagiarismo va a llegar. Birmania no existe. Viva Birmania.

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