miércoles

Birmania es un sueño

Un birmano en la Feria del Libro
Por César Ruiz-Tagle


Sinh Pat es un hombre de piel morena y rasgos mestizos, como corresponde a los miembros de la etnia Karen, la segunda mayoritaria de Birmania, y es un hombre de carácter honesto, aguerrido, bien educado, algo tosco y quizá un poco resentido, pero es, en esencia, una buena persona. Sinh Pat nació en Birmania (hoy Myanmar, aunque quizá no por mucho tiempo debido al inesperado pero esperadísimo derrocamiento de la Junta y el subsiguiente cambio de gobierno) en la década de los años 60. Su madre gozaba de una posición predominante en la sociedad de aquel entonces, posición que empezó a decaer con el advenimiento de la dictadura. Aún así, Sinh Pat disfrutó de una educación elevada y distinguida. Aprendió birmano e inglés, además de la lengua propia de su etnia. Lo que nunca hizo Sinh Pat fue conocer a su padre. Según parece, este hecho no le trastornó demasiado ya que el vínculo que tenía con su madre era muy estrecho.

Desde su más tierna infancia Sinh Pat fue un estudiante modelo que destacaba en la escuela y hacía amigos con facilidad. De joven, militó en las esferas de la Unión Nacional Karen, pero sus posiciones conciliadoras le acarrearon el rechazo de sus compañeros. Abandonó la política. Por aquella época Sinh Pat tomó dos decisiones que habrían de marcar su vida: la primera, la más traumática, fue abandonar el país tras la muerte de su madre, y emprender una ruta infatigable sin límites ni destino; la segunda, tomada casi al mismo tiempo, fue el autoconvencimiento de que sería escritor o no sería nada. Lo que no podía saber entonces el joven Sinh Pat es que el futuro le depararía la triste condición de ser escritor y no ser nada al mismo tiempo. Un destino fatal y, sin embargo, demasiado común en los seres de nuestro pelaje. Pero ¿qué importa todo esto? No creo que ninguno de vosotros haya oído hablar jamás de Sinh Pat. ¿Me equivoco?

Cuando yo le conocí, al cabo de la enésima edición de la Feria del Libro de Madrid, resultó que Sinh Pat había estado paseando toda la tarde por El Retiro, antes y después de que cayera una furibunda tormenta de verano, aunque todavía fuese primavera, haciéndose amigo de las moscas, quitando uno a uno los caracoles del asfalto y llevándolos al césped, y comiendo cacahuetes de una bolsa que había encontrado tirada en un banco. La cogió porque verdaderamente estaba hambriento y la llevó consigo y fue pelando uno a uno los cacahuetes al tiempo que guardaba escrupulosamente las cáscaras en los bolsillos de su chaqueta roída por el tiempo. Y así estuvo paseando, con las manos llenas del aperitivo favorito de los elefantes, sintiéndose como un animal enjaulado a pesar de estar en libertad, eludiendo tocar los miles de libros expuestos para evitar la tentación de robar uno, dos o una docena, ya que Sinh Pat no tenía ni un mísero euro para comprar el más barato de todos ellos, observando las caras inexpresivas o excesivamente felices de decenas de editores que habían rechazado una y otra vez sus manuscritos, gigantes de las letras como Jorge Herralde o jóvenes punteros como Jorge Lago, recordando adustas conversaciones en tabernas mal iluminadas con su amigo Saw Htoo sobre la posibilidad de ser, él y todos los escritores birmanos, unos parias absolutos, unos parias sin remedio, unos parias ejemplares, esperando a Virginie Ooy, quien le hizo un hueco en su apretada agenda para darle un cariñoso abrazo y decirle que le había conseguido un trabajo al día siguiente precisamente en la Feria del Libro, que terminaba esa misma tarde, para recoger y empaquetar los libros de una de las casetas donde trabajaban los escritores plagiaristas de los que tanto le había hablado y con los que tanto tenía en común. Para empezar, los tres éramos escritores. Para continuar, los tres éramos pobres. Para terminar, los tres estábamos enamorados de Virginie Ooy.

Aunque la verdadera razón por la que Virginie Ooy se había acercado hasta el cruce de la calle Alcalá con Menéndez Pelayo aquella tarde fue para prestarle a Sinh Pat unas monedas con las que pagó el autobús y volvió a su diminuto apartamento en las afueras de la ciudad. Una vez allí coció un puñado de arroz que sólo pudo mezclar con curry y comió solo y en silencio. Después de tan frugal cena, Sinh Pat se hizo un cigarrillo con los restos de tabaco de liar que encontró por las mesas y fumó y caviló y vaciló antes de meterse en la cama y, antes de quedarse dormido, leyó un rato a Levrero, otro rato a Walser, un rato más a Pessoa, autores, como se imaginaba él, tan infelices en vida como venerados tras su muerte. La vida. La muerte. La literatura: ¿Es una enfermedad? ¿Por qué él no podía ser feliz si escribía pero tampoco si lo dejaba? ¿Qué es lo que necesitaba? ¿Éxito, mujeres, dinero? ¿Reconocimiento y poder? ¿Gloria eterna? ¿Unos pocos pero fieles lectores? ¿Venganza? Hasta ahora, según parece, a Sinh Pat le bastaba con evitar pisar a los caracoles, llevar unos zapatos que no le hicieran daño al andar, y tratar de no ensuciar El Retiro con sus desperdicios. Y algún día, por qué no, cuando la masacre de su pueblo acabe, volver a su país y, entonces sí, volver a enamorarse. (Pero el amor, esa palabra…) Aunque, bien pensado, tal vez ambas acciones fueran para él la misma cosa.

Esa noche, lo supe después, Virginie Ooy pasó la velada con un grupo de indignados que estaban acampados en la Puerta del Sol, asistió a las últimas asambleas populares, entonó cánticos y proclamas contra los políticos y contra el sistema, y acabó durmiendo sobre unos cartones a la sombra de la estatua ecuestre de Carlos III, en el epicentro de Madrid, convencida de estar apoyando un nuevo concepto de revolución social que terminaría por cimentar las bases de una nueva y mejorada sociedad.

La realidad, sin embargo, no parecía haber cambiado demasiado.

Esa misma noche, Leandro Romaña y yo asistimos a una fiesta en un bar del centro organizada por varias editoriales independientes. En líneas generales, lo pasamos bien. Bebimos cerveza, escuchamos buena música, charlamos con chicas fáciles y esnifamos la mejor cocaína a este lado del condado. En algún momento del evento alguien, no recuerdo quién, nos presentó a Honorio Chaves, un joven atildado, presumido e hilarante. Al instante nos encandiló a los dos y a los pocos minutos de entablar una conversación ya nos había convencido para largarnos de allí, alquilar un coche y poner rumbo a la playa. Lamentablemente, no pudimos llevar a cabo nuestra aventura puesto que los dos, Leandro y yo, debíamos trabajar al día siguiente. Pospusimos el viaje y seguimos bebiendo, seguimos charlando, seguimos esnifando. Honorio Chaves nos presentó a su agente literaria, una mujerona con aspecto de flamenca. La literatura, hermosos, es un jardín de puñaladas, nos advirtió ella con prosopopeya. Más o menos a partir de ese instante mis evocaciones de aquella noche se tiñen de una niebla espesa y delicuescente. Alcanzo a ver escenas inconexas o inveteradas, andares rocambolescos por calles desiertas, risas estruendosas, puntos negros, rayas blancas (muchos puntos; demasiadas rayas). Cuando desperté, el dinosaurio se había comido el resto de mis recuerdos. Eran las dos de la tarde y no había ido a trabajar a la caseta de la Feria del Libro. Llamé a Leandro. Mi llamada lo despertó. Entonces, exclamé, ¿quién demonios ha recogido los libros?

Un birmano en las cataratas de Iguazú
Por Honorio Chaves

Lo primero que pensé cuando llegué a la caseta 101 de la Feria del Libro de Madrid y vi a Sinh Pat fue lo siguiente: tengo que abandonar de una vez la literatura si no quiero acabar como este hombre; o, tal vez, tengo que empezar a escribir las historias que todo el mundo quiere leer y dejarme de pamplinas vanguardistas y postmodernas. Pero no hice ni lo uno ni lo otro. De hecho, la noche anterior había sellado mi adhesión al Movimiento Plagiarista y mi primera misión fue encargarme de recoger todos los libros de la caseta junto a un escritor birmano que era amigo de Virginie Ooy. Mis nuevos compañeros, César Ruiz-Tagle y Leandro Romaña, me prometieron que algún día la conocería y entonces yo también me enamoraría tontamente de ella, como les había pasado a ellos. Pero no quiero adelantar acontecimientos ni contradecir premoniciones.

Sinh Pat y yo nos presentamos y nos pusimos manos a la obra de inmediato. Estuvimos más de dos horas haciendo cajas y empaquetando los libros en un caluroso silencio. Sinh Pat parecía cansado y yo había dormido menos de dos horas así que ninguno hizo muchos esfuerzos por hablar. Cuando apenas nos quedaba un estante de libros por recoger, le pregunté a Sinh Pat si quería beber algo. Me dijo que sí al instante, pero también me dijo que no tenía dinero para pagárselo. Le dije que no importaba y me acerqué a una máquina expendedora de bebidas y compré dos cervezas. Regresé. Hicimos un descanso. Bebimos. Fumamos. (Por supuesto, él no tenía tabaco). Delante de nuestra caseta habían colocado varias fotografías que formaban parte de una exposición más amplia que recorría todo el paseo de coches de El Retiro. La mayoría de esas fotografías mostraban lugares paradisíacos esparcidos por el planeta. Las miré. Me estremecí. Para ganarme su confianza, o sólo para salir de tan asfixiante mutismo, le dije a Sinh Pat: ¿Sabes, compañero? Hace meses que no salgo de la comunidad de Madrid. Acto seguido Sinh Pat levantó la vista y la posó en una de las fotografías, en concreto una que mostraba una panorámica de las cataratas de Iguazú, y sentenció con firmeza y orgullo juvenil: Yo he estado allí. Se produjo un instante de silencio en el que supuse lo que vendría después: la trágica aventura de un expatriado, una apasionada historia de amor. Imaginé cualquier historia menos la que Sinh Pat se largó a contarme. Esto fue, a grandes rasgos, lo que aquel birmano de ojos tristes y piel cobriza me contó una mañana de junio rodeados de polvo, de humo y de cartón.

<< Yo he estado allí, ¿lo sabías? Sí. Yo he estado allí, hace mucho tiempo, es cierto, hace muchísimo tiempo en verdad, tanto que no sabría decir ahora en qué año fue. ¿1985? ¿1991? Qué importa. Yo he estado allí y ahora vivo en un cuchitril en las afueras de esta ciudad que no me conoce ni me respeta... Pero entonces, ¡ah, qué tiempos! Yo, a tu edad, había estado en las montañas de Kenia, en las selvas de Costa Rica, en el desierto de Argel. Me había bañado en el Ganges en India, había cruzado el desierto de Australia en motocicleta, había pasado una noche de verano con una neoyorkina en Central Park, y había estado en Brasil, claro, cómo no, en un viaje prometedor y, sin embargo, he de reconocerlo, totalmente decepcionante. ¿Por qué? Ahora lo verás.

>> Yo estuve allí, en Brasil, con dos catalanes que acababa de conocer en un hostal de la Rambla y que parecían buena gente. Los tres viajábamos a Río a la semana siguiente y quedamos en vernos en Copa Cabana. Después de un trayecto extrañamente placentero, nos vimos al otro lado del charco. Una vez allí, los dos catalanes me contaron sus ambiciones. Te puedes imaginar cuáles eran sus planes. Ambos tipos resultaron ser unos drogadictos confesos amén de unos puteros convencidos así que a las primeras de cambio nos separamos. Ellos se quedaron en Río y yo me marché sin rumbo ni destino. Les dejé en aquella playa y cogí un autobús que después de muchas horas me dejó en Puerto Iguazú. Llegué cansado, decepcionado, solo, con rabia, mucha rabia, tanta rabia que estuve a punto de irme al aeropuerto y cambiar mi billete para salir de Brasil ese mismo día. Pero me tranquilicé, no me preguntes cómo lo hice pero me tranquilicé, y fui hasta las cataratas y allí estuve todo el día, y al día siguiente, y al siguiente también, paseando por las pasarelas de madera situadas un par de metros sobre el agua, rodeado de insípidos turistas (¿era yo uno de ellos), fumando un pitillo tras otro y sintiendo una mezcla de emociones, de percepciones y de pensamientos en una turbamulta incesante que ahora me resulta imposible definirte mejor pero que entonces me hizo sentir feliz, jodidamente feliz, tan feliz como puede estarlo un recién nacido en los brazos de su madre. Allí también, por supuesto, eché en falta a mi madre. Me acordé de ella. Recordé su cariño y sus cuidados y su impagable lección. En esta vida, hijo mío, hay tiempo para ser muchas cosas, me decía ella. Pero lo más importante, y lo más difícil, te darás cuenta de ello, es ser uno mismo. ¿Qué quieres decir con eso, madre?, le preguntaba yo. Pero ella no contestaba. Sonreía, seguía leyendo (siempre estaba leyendo) y guardaba silencio. Más tarde, efectivamente, hube de saberlo. Renunciar a la violencia como argumento político era ser uno mismo. Enterrar a mi madre sin ayuda de nadie era ser uno mismo. Salir de mi país y dejar atrás el horror era ser uno mismo. Quedarme en Iguazú y renunciar a follar por dinero con una hermosa brasileña era ser uno mismo. Así que decidí quedarme en Iguazú, primero en el lado brasileño y luego en el argentino (porque, como dicen allí, desde Brasil se ven las cataratas, y desde Argentina se viven), un día y otro día y otro más, y allí estuve dando largos paseos, mirando durante horas el estallido del agua, maravillado, ensordecido, tan feliz y al mismo tiempo sintiendo algo parecido a la angustia pero que no era angustia y que no sabría decirte qué era. Ahora sí lo sé. Estoy seguro de ello. Era miedo. Era el miedo a mí mismo y era el miedo a la soledad y con toda seguridad también era el miedo a la muerte. Un miedo insobornable. Un miedo congénito. Un miedo atroz. Porque, pensaba yo: ¿Y si ahora me dejara caer? Creo firmemente que si entonces no hubiera leído Eco, la conmovedora primera historia que escribió Dee Jo Pai, el escritor birmano más internacional, con permiso de Saki, mi vida hubiera terminado en el agua (¿agua purificadora?), a miles de kilómetros de mi tierra (¿tierra prometida?), y por toda sepultura la mar.

>> Pero ¿qué cosas digo? Tú eres joven y todo esto te traerá sin cuidado. Además, fue hace muchísimo tiempo… Aunque yo, es cierto, a tu edad, no paraba de ir de un lado a otro, era un hombre inquieto, ambicioso, un aventurero, si me quieres llamar así. Hoy aquí y mañana allí, ya te lo puedes imaginar, de un continente a otro, de un zoco marroquí a un mercadillo indígena, de dormir en una chabola con una preciosa filipina a yacer en un hotel de 5 estrellas con una eslava y una rusa, día y noche, noche y día, viviendo experiencias al límite, situaciones desconcertantes y apasionadas, acontecimientos irrepetibles, conociendo a decenas de personas maravillosas que jamás he vuelto a ver, gastando a espuertas el dinero que mi madre había ahorrado durante toda su vida y que logré sacar de mi país atravesando a pie la frontera con Tailandia… Pero ¡ah, qué puedo decir! Eso ocurrió hace tanto tiempo... Y ahora… Bueno, y ahora estoy aquí, contigo, un tipo al que no conozco de nada y que dice ser escritor (pero tú nunca sabrás lo que significa ser escritor), guardando mis recuerdos en estas cajas repletas de libros llenos de polvo y de sueños rotos, esperando que alguien venga a recogerlas para deshacerme de ellas, y luego… Y luego…

Quise preguntarle: ¿Y luego qué, Sinh Pat? ¿Y luego qué? Pero no lo hice. Una furgoneta se paró delante de la caseta. Un hombre gordo y con cara sonriente se bajó del auto y preguntó: ¿cuántas cajas tengo que llevarme? Todas, le respondió Sinh Pat. Todas las cajas que ves. Cuando el repartidor recogió las más de 50 cajas que estaban apiladas en la caseta y en los alrededores, Sinh Pat me pidió un último cigarrillo, lo encendió, le dio la mano al hombre y me dijo: Y luego, es decir, ahora, me voy en autobús a mi casa y con el dinero que he ganado esta mañana voy a ir al mercado a comprar los ingredientes para preparar un guiso típico de mi país. ¿Quieres venir conmigo? Y yo me fui con él a su casa (una verdadera pocilga incomprensiblemente acogedora) y allí comimos un plato sencillo pero exquisito (ensalada de arroz con curry, gambas y verduras estofadas) y fumamos marihuana (que más tarde trajeron Leandro y César) y escuchamos música ligera (Lennon, Bowie, Thom Yorke) y al caer la tarde Sinh Pat nos mostró una de sus primeras creaciones, un cuentito a modo de sueño (¿una pesadilla?) que hacía tiempo quería enseñar a los escritores plagiaristas (entre los que ahora me incluía) y que a los tres nos dejó helados (porque ninguno de nosotros sabía aún escribir) y que dice así (en la traducción hecha por Virginie Ooy, esa fabulosa dama de la que, en efecto, todos estamos enamorados).

Un birmano en Birmania
Por Sinh Pat


Sueño. Estoy soñando. Sueño que mi madre y yo estamos sentados en un banco en la ribera del Lago Inle y hemos llevado una cesta con un montón de deliciosos manjares birmanos: paratha, samussa, dhal, noodles, galletas de arroz, banana pancake.

Sueño. Estoy soñando. Sueño que paseo con mi madre por el mercado de Indein en la comarca de Nyaungshwe y que el tendero me sorprende robando una piña y me coge y me azota sin que mi madre intervenga.

Sueño. Estoy soñando. Sueño que estoy enamorado y que mi chica es una preciosa joven guerrera de la etnia Karen y me besa y se despide de mí y yo me voy a casa paseando entre nubes como un chiquillo con un juguete importado.

Sueño. Estoy soñando. Sueño que mi chica está debajo de un árbol plantado en la acera y aparece un soldado de la Junta y la golpea y la tira al suelo y la tortura y la viola y luego la mata.

Sueño. Estoy soñando. Sueño que empiezan los campeonatos populares de chinlone y todo el equipo confía en mí y el público abarrota las gradas y lanzamos la pelota y la golpeamos de todas las maneras posibles y la mantenemos en el aire durante un tiempo infinito y maravilloso.

Sueño. Estoy soñando. Sueño que en mitad de una exhibición de chinlone intento saltar y golpear la pelota pero me pesan las piernas y los brazos y no consigo moverme del sitio y estoy cansado y me derrumbo en mitad del círculo central.

Sueño. Estoy soñando. Sueño que mis compañeros de colegio se enzarzan en una pelea y unos y otros se propinan duros golpes hasta que aparezco yo y les separo y pongo fin al tumulto y reina la paz y la concordia.

Sueño. Estoy soñando. Sueño que vuelvo a casa después del colegio y dos chicos me persiguen y yo intento salir corriendo pero ellos me alcanzan y me tiran la mochila al suelo y me golpean en la cara y en el cuerpo y luego se marchan y yo empiezo a llorar.

Sueño.

¿Estoy soñando?

Sueño que tengo poderes y puedo volar y luego sueño que caigo al vacío.

Sueño que tengo poder y puedo reinar y decreto la independencia de Karen y acto seguido sueño que hay un golpe militar y estalla la guerra y yo y mi dinastía somos fusilados.

Sueño que tengo un falo descomunal y practico sexo con decenas de occidentales y al minuto siguiente sueño que un grupo de islamistas ordena la amputación de mi pequeño miembro viril.

Sueño que viajo con mi querida madre en un tren que hace el trayecto Mandalay-Hsipaw y en mitad del recorrido y antes de hacer otra parada sueño que el maquinista se equivoca de vía y chocamos frontalmente con otro tren que hacía el camino inverso.

Sueño que entro en un avión de Yangón Airways que me lleva a Los Ángeles y allí conozco a Marilyn Monroe y le digo que no tiene sentido suicidarse y al instante sueño que soy yo quien se quita la vida con una dosis letal de cianuro.

Sueño que el día tiene más horas y la noche es más corta y sueño que vuelvo a ver a mi madre muerta y le digo que la quiero y que la voy a sacar de este condenado país que intenta exterminarnos y que en algún lugar seremos felices y que la guerra va a quedar atrás y que no va a ocurrirnos nada, pero mi madre está muerta y sus asesinos gobiernan este país y viajan en lujosos aviones y comen deliciosos manjares y violan a mujeres indefensas y entretanto yo lo único que hago es soñar, dormir y soñar que podría tener una vida diferente a la que he tenido, dormir y soñar con regresar al lugar donde nací para vengar la muerte de mi madre, dormir y soñar con convertirme en la persona que siempre he querido ser y no ser la persona en quien me he convertido. Un miserable. Un ingenuo. Un cobarde. Un maldito. Un paria supremo y ejemplar. Un hombre que sueña vidas, destinos, mentiras, esperanzas y miedo. (Tanto miedo). Un tipo deshonesto. Un vulgar falsario. Un memo. Un ególatra. Un psicópata. O lo que es lo mismo: un escritor. Y sueño que estoy soñando. Y escribo que estoy escribiendo. ¿Estoy despierto? ¿Estoy vivo? No. Estoy solo y estoy soñando y estoy muerto.

Abro los ojos. Aún estoy en Birmania.

Birmania es un sueño. Birmania es una pesadilla.

Ésa es la única verdad.