lunes

Chao contra Romaña.

¿Qué busca Queveco? ¿Por qué calla Leandro? ¿Dónde está Renata?

Los últimos meses todos hemos sido golpeados por la polémica. La única persona que podría poner fin a esto, de una vez por todas, es Renata Tarsio. Pero Renata Tarsio no está. Renata desapareció y desde entonces no dejan de aparecer acusaciones de asesinato y notas de suicidio por todas partes. Renata Tarsio es todo lo que podamos imaginar, es más, es mucho más que todo. Y no hay nada que pueda ser mucho más que todo. Pero ¿Qué ha ocurrido?.
Hace pocos meses el escritor filipino Queveco Chao publicó su último libro  No contéis conmigo aún (2012). Se trata de una colección de relatos que vendría a completar  una trilogía iniciada por Perros del ayer (1995) y continuada por La misma lluvia de todos los años (1999). Sin haber sido nunca un verdadero best-seller lo cierto es que Queveco goza de cierta fama en su país y en el exterior. Su contacto y su afinidad con el movimiento plagiarista es obvio, de hecho se le considera el máximo exponente del plagiarismo en Filipinas. Teniendo esto en cuenta sorprende mucho más lo que ha pasado, pero ¿sorprende de verdad?. Francamente no tanto. El mundo de la literatura es un enjambre en el que hay muchísimos más zánganos que obreras y muchas más reinonas que reinas. El plagiarismo apenas escapa a esto si es que escapa (y yo creo que no). El mundo literario es una casa de putas y el plagiarismo es una casa de putas. Leandro, César y yo somos putas, Virginie es puta, Renata desde luego es o era puta, Binya Waru es puta, Kokoro Pattani es una vieja puta y Dee Jo Pai y toda esa turba de escritores birmanos son un pandilla de putas requeteputas. Yo no sé qué motivos tendrá Queveco para decir las cosas que dice en "El amor nauseabundo" (el relato que cierra su último libro). No sé si son ciertas o no, y no sé por qué Leandro ha decidido callar por respuesta y dejar que vaya cayendo toda la mierda sobre él sin protestar. En el relato aparece Renata, sí; aparece Leandro, sí; y aparece el propio Queveco. Pero ¿hay algo de verdad en él?. 
No tengo ni idea y no me importa. Amigos esto es literatura, esto es literatura y es tan real como la vida misma. Tan real como la suciedad que se amontona en las calles, como el polvo y la cal que se pegan a los cristales que no limpias nunca, como el humo que se adhiere a tus pulmones cuando fumas o cuando sales a la calle y respiras todo eso que parece que es aire, pero no lo es. La literatura es tan real y tan sucia como todo eso, tan real y tan sucia como la vida. Quiero pensar que toda la polémica que ha habido alrededor de todos nosotros los últimos meses no es más, en el fondo, que una polémica sobre la literatura, sobre el fondo y la forma de la literatura, sobre su alma (si la tiene) y su necesidad (si la hay). 
Queveco es un tipo difícil, eso lo sabemos, un tipo duro, algo siniestro, algunos dicen que violento... Para mi es simplemente un escritor, un escritor eso sí abrupto, duro, algo siniestro, algunos dicen que violento...

Honorio Chaves.


EL AMOR NAUSEABUNDO, por Queveco Chao.


Debió ser una mañana calurosa, porque en esta isla de los cojones todas las mañanas son calurosas, excepto cuando llueve, que también hace calor pero además llueve. Debió ser una mañana, en definitiva, como todas. Así que me fui a la playa a beber como quien se va un poco a tomar por el culo.
Debía llevar un tiempo allí (porque ya estaba algo borracho) cuando me fijé en la chica. Debía llevar también un buen rato allí porque ya tenía montado todo el estaribel. Allí estaba recortando pedazos largos y finos de papel con sus tijerotas (unas tijeras de esas grandes como las que usan los pescaderos) y dejándolos cuidadosamente sobre las tablas, procedentes de cajas de fruta viejas o desguazadas, con que había construido esa especie de mesa precaria. En fin, me fijé en ella y me pregunté cómo no lo había hecho antes. Llamaba la atención, la verdad. Tenía la piel tostada claro, como todo el mundo aquí, los dedos largos y finos, el pelo marrón oscuro no muy largo y revuelto y lleno de arena, los labios rojos rojísimos y los ojos dorados. Los ojos dorados (un poco verdosos) de loca más dorados y más de loca que he visto nunca. Estaba tan ensimismada que al principio me pareció una chiquilla jugando, después me fijé y me di cuenta de que de chiquilla no tenía nada. Era joven, desde luego, pero no mucho más que yo, aunque, en realidad, no creo que pasara de veinticinco. Igual no pasaba ni de veinte. Qué se yo. Lo cierto es que la primera vez que me miró desde lejos con esos ojos dorados de loca se me puso un nudo en la garganta que ni se imaginan, de verdad, no se imaginan. Sonreí como pude y saludé con la mano, ella claro también sonrió y saludó. No me quedó más remedio que acercarme. Al hacerlo me di cuenta de que apenas llevaba ropa, la parte de abajo de un bikini y una camisa blanca con rayas rojas muy finas de hombre, muy abierta, remangada y anudada por encima del ombligo. Por otro lado era un atuendo bastante normal, yo llevaba unas bermudas muy cortas y una camisa de manga corta azul completamente abierta, ya les he hablado del calor que hace aquí ¿no?. De todos modos entiendo que a cualquiera le hubiera parecido erótico, a mi desde luego me lo pareció, muy erótico qué coño. Pensé que era una prostituta porque la mayoría de las chicas jóvenes que se ven por la playa lo son, la verdad. Llegué a donde estaba y me senté frente a ella, al otro lado del tinglado aquél. Señalé con el cuello de la botella. Le pregunté que qué hacía. Me contó que recortaba las frases que más le gustaban o divertían de textos que no le gustaban o aburrían y las ordenaba después según su criterio, formando nuevos textos que le gustaban o le divertían. Le expliqué que me parecía el mejor criterio posible a la hora de escribir algo. Ojalá todos los escritores del mundo siguieran siempre ese criterio, nos evitaríamos tener que leer tanta mierda como leemos, pero en fin. La chica, me dijo, se llamaba Renata. Algunos de los textos estaban manuscritos, otros mecanografiados, otros eran páginas arrancadas de libros, revistas o periódicos. ¿De dónde sacaba Renata aquellos textos?. ¿De dónde sacas, Renata, estos textos? Pregunté. Renata era, efectivamente, prostituta. Y conocía, supongo que por su profesión tan propicia para conocer gente nueva, a multitud de escritores y poetas que, al contrario que el resto de sus clientes se enamoraban de ella y que, al contrario que el resto de sus clientes, casi nunca podían pagarla. Excepto con aquellos escritos que tanto aburrían a Renata y tan poco le gustaban. Me regalan poemas, cuentos, libros... muchos libros, pero son malos, la verdad, supongo que se esfuerzan por impresionarme, quieren que me enamore de ellos y me hablan de amor ¿De amor? ¡Amor! y ¿Qué coño es eso? me pregunto, en fin, la vida es un asco, pero son buenos chicos en el fondo. Eso me decía Renata, mientras tanto yo le miraba de vez en cuando las tetas, el ombligo, las piernas y todo lo que Renata dejaba ver, que era casi todo. Qué clase de cerdo soy, pensaba ¿La clase de cerdo que viene hasta aquí desde Estados Unidos o Europa para contratar a Renata y a chicas como Renata y follárselas? ¿O la clase de cerdo que las esclaviza y las obliga a vivir de esa manera? ¿Quizás esa otra clase de cerdo que ronda a las Renatas de este mundo y se enamora de ellas para no sentirse un cerdo cuando se las folla por dinero?. No lo sé, lo dejo a su elección amigos lectores. Uno no puede ser nunca un buen juez de si mismo ¿Verdad?. La vida era un asco y Renata muy joven. Y yo era un asqueroso y me entraban ganas de ilusionarme con seducir a Renata y hablarle de amor y huir, huir de allí. Pero no hice nada de eso, seguí bebiendo y mirando a Renata componer sus divertidos e inteligentes poemas.

Sueño que tengo un falo descomunal
minutos antes del amanecer.
Está desnuda, está caminando.
Lo que generó mi mente fue un
animal capaz de quitarse la vida.
Antes de decir au revoir, les ruego:
la causa de mi fracaso con Aung
me besa y se despide de mí
y, entonces sí, volver a enamorarme
me importa un bledo.

Y así sucesivamente. Como si no estuviera. Pero estaba, yo lo sabía, ella lo sabía. Vaya si lo sabía. Sudaba, empecé a ponerme un poco nervioso. Esos poetas Renata ¿De dónde son?. Asiáticos, la mayoría. De China, de Singapur, de Tailandia, de Vietnam, de Birmania... de Filipinas como tú ninguno. Y sonríe y me dice sin dejar nunca su tarea. Ahora me rondan dos españoles, pero no me quieren a mi, quieren que les hable de ellos, de los escritores, que les enseñe sus trabajos ¿Te lo puedes creer? Menudos gilipollas, ya verás cuando vean lo que hago yo con esos trabajos. Y se ríe, esta vez sí, a carcajadas. Yo también me reí, un poco forzado. Empezaba a tener una sensación muy desagradable en la boca del estómago.
La mañana se esfumó. Fui a un bar a por comida y mucha cerveza. Volví a la playa con Renata y me quedé allí toda la tarde, yendo y viniendo de vez en cuando para ir a por más cerveza. Llovió un poco a media tarde. Hacía calor, siempre hace calor en esta puta isla. Deseé a Renata, la deseé tanto que pensé que iba a desmayarme, fumaba, bebía, la miraba y la deseaba. Recogió su tinglado y nos metimos en el agua. Nos rozamos, con los brazos, con las piernas, nos rozamos, desnudos. Deseé no volver a salir del agua, deseé ahogarme allí mismo, pero deseé más a Renata. Volvió a salir el sol, salimos.
Renata se fue y yo quise seguirla. Quería poseerla, que fuera mía, mía joder, de nadie más, mía. Quise mandarlo todo a la mierda, mi moral, mi vida, su vida, a la mierda. Pagarla, pagarla y que fuera mía. Comprarla. Pero sentía náuseas, se me cortaba la respiración, me temblaban las piernas. Y no hubo nada que hacer. Se fue.
Volví a casa vomitando cada vez que me encontraba con un viejo occidental del brazo de una puta con cuerpo de niña, o de una niña con cuerpo de puta. Vomité y vomité hasta llegar a casa. Al día siguiente busqué a Renata en la playa y no la encontré. La busqué por los bares y los burdeles, por los hoteles, por los paseos, por los peores barrios de la ciudad y por los mejores, por los hospitales y las clínicas de enfermedades venéreas. No la encontré. La vida es un asco, amigos. Y Renata era muy joven. Con el tiempo descubrí que aquella noche había salido con los españoles, aquellos a los que Renata no les interesaba. Por lo visto a uno de ellos sí que le interesó. Se la llevó el muy hijo de puta. No pude hacer nada. Le robó sus poemas, le robó su alma. No pude hacer nada. No quedó nada de Renata, no dejó nada. Descubrí su nombre, Leandro Romaña. El infame Romaña, el putero, cerdo, cabrón, hijo de la gran puta. El ladrón Romaña. El asesino Romaña. Dios te maldiga, Dios te maldiga Leandro Romaña.







miércoles

Vietnam me mata

Kokoro Pattani, un auténtico gilipollas

Por César Ruiz-Tagle

A principios de un lento y tórrido verano, mientras mi amigo Leandro Romaña dedicaba horas (¿inútiles?) al estudio del latín y Honorio Chaves se entretenía a diario con las drogas intentando entender la casuística de la amistad, la locura, el amor y otras grandes decepciones, yo emprendí un largo viaje por el Mekong con la intención de encontrar a mi coronel Kurt particular, que no era otro que Kokoro Pattani. ¡Ah, el Mekong, ese enorme misterio! Para lo chinos, su nombre apropiado por lo brutal de su cauce es el Río de las Rocas (Dza Chu), incluso más propiamente Río Turbulento (Lancang Jiang). Para los tailandeses es Mae Nam Khong (Madre de las Aguas), denominación más apropiada al ser ya un río generoso en pesca y caudal. En Camboya recibe el nombre de Tonle Thom o Gran Río, y en Vietnam, donde entra partido y partiéndose en su amplio delta, se le ha bautizado como el Río de los Nueve Dragones, un dragón por cada brazo que muere en el mar. Por supuesto, yo también terminaría por encontrar a mi coronel, al enigmático Kokoro, pero no fue navegando ese río de heterónimos ni comiendo arroz en un puesto callejero ni montado en un taxi bici por las calles de Saigón ni en los sótanos oscuros y pútridos de un vulgar burdel de Hanoi. Eso habría sido hasta cierto punto intrascendente por legendario y, lo que es más, por convencional. El encuentro tuvo lugar meses después, en el afamado local que hay en el madrileño barrio de Malasaña y que lleva por nombre Bukowski Club, adonde acudí llamado por Virginie Ooy para presenciar otro desagüe poético, tan característico de este infame lugar, intitulado esta vez Poetry is not dead, que transmutó antes si quiera de comenzar para consuelo de los irredentos hacia el derrame, la parodia, la burla, el insulto, la sátira y la sempiterna genialidad que arrastra y desparrama allá por donde se deja ver este vietnamita hedonista, nonagenario plagiarista, cultor solipsista y cabrón. Muy cabrón.

Contra mi costumbre, y quizá para sorprender a Virginie en un renuncio, llegué al lugar minutos antes de la hora indicada. Como era de esperar, ella ya estaba allí. La miré detenidamente antes de acercarme a ella. Esbelta, vestida con informal elegancia, tan propia del lugar, ataviada con unas grandes gafas de pasta que a buen seguro regalaban con la primera consumición, y cargando con una maleta repleta de libros tan extravagantes y luminosos como del todo esnobistas, volví a lamentar para mis adentros no haber sido capaz de hacerla feliz. Pero ¿cómo podría un tipo como yo hacer feliz a una mujer como ella? Mi concepto de lo snob no pasa de ser una reivindicación de las relaciones sexuales entre personas de distintas edades y una camaradería sincera a la hora de intercambiar números de teléfono de camellos que estén operativos las 24 horas del día. ¿Se puede ser feliz así? Creedme: Sí. Otra cosa muy distinta es si así se puede hacer feliz a una mujer. Creedme: No.

En cualquier caso, en aquel momento de su vida Virginie Ooy no era una mujer feliz. Me acerqué a ella, nos dimos dos besos fugaces, un abrazo tímido, nos rozamos los brazos hasta llegar a las manos que dejamos caer al mismo tiempo a ambos lados del cuerpo. Nos miramos. Nos sonreímos. Te queda bien ese pelo, dijo ella. A ti te quedaría mejor. No recuerdo si seguí diciendo tonterías mucho tiempo pero lo más seguro es que no porque rápidamente nos acercamos a la barra para ordenar las bebidas. Yo pedí una cerveza; Virginie un whisky. No recordaba que tomara alcohol de alta graduación antes de la cena. Sin esperar a tener en la mano su bebida, Virginie empezó a hablar. Dijo que estaba harta de Madrid. Dijo que Madrid era una ciudad de mierda donde no pasaba nada bien porque todo lo que podía pasar ya había pasado o bien porque todo lo que pasaba le parecía una mierda. Dijo que había decidido largarse de aquí. Dijo que había descubierto su verdadera vocación, y lo repitió varias veces antes de anunciarla. He descubierto mi verdadera vocación, querido. Dijo eso y lo volvió a repetir y como yo estaba demasiado cansado para preguntar y demasiado aburrido de oír esas historias de hallazgo y superación y demasiado preocupado porque no se diera cuenta de que seguía queriendo acostarme con ella, Virginie lo repitió una vez más.

“He descubierto mi verdadera vocación, César (se acabó el trato cariñoso). Sí, la he descubierto. Por fin. Me ha costado bastantes años, mucho esfuerzo, demasiadas lecturas y otros tantos viajes infructuosos. He sido feliz, no lo voy a negar, pero ahora no lo soy. Estoy harta de Madrid, de este lugar, de estos ingenuos aspirantes a escritores, de los inaguantables escritores consagrados, de los periodistas que les hacen la rosca, de los periodistas que quieren ser escritores, de los camareros, de los barrenderos, de los dependientes de videoclub y de las amas de casa que quieren ser escritoras y de los críticos vendidos y sin escrúpulos que tarde o temprano dirán que esos camareros y esas amas de casa son los mejores escritores de las primeras décadas del siglo XXI. Estoy harta de Birmania, de Vietnam, de India, estoy harta de vosotros, de Leandro, de Honorio y de ti, sobre todo de ti, pero también de vuestro estúpido movimiento que no es un movimiento porque no se mueve y así no se va a ningún lado. Pero sobre todo estoy harta de mí misma. (Aquí yo no pude evitar hacer una mueca irónica de superioridad o hastío que creí imperceptible y que no lo fue en ningún modo) ¡Joder, César! ¡Escúchame! (Aquí forcé una mueca de comprensión y disculpa que pasó totalmente desapercibida). Mira. Esta tarde he estado grabando un programa de televisión con Hernando Vázquez León, ese dinosaurio, y ha sido un auténtico desastre. Hemos terminado insultándonos en mitad del escenario. Ese hombre está loco y deberían prohibirle hablar en una televisión pública. ¿Te acuerdas cuando se vanaglorió en una tertulia de haber follado en no sé qué ciudad de la India o Vietnam con varias niñas de 15 años a la vez cuando él tenía más de 30? (Aquí, mueca exagerada de rechazo) ¡Es repugnante! Lo peor de todo, en cambio, no es eso. Lo peor ha ocurrido cuando hemos dejado de grabar y por los pasillos que conducían a los camerinos el muy cabrón ha intentado ligar conmigo como si no hubiera pasado nada. Te lo creas o no, le he escupido en plena cara y he salido de allí con la cabeza bien alta. (Mueca leve de asco y/o estupefacción) ¿Qué querías que hiciera? Una vez en la calle he tenido que entrar en un bar y tomar un trago de whisky para tranquilizarme. De hecho, he tomado varios y ahora estoy bastante borracha. (Mueca, completamente falsa, de sorpresa) ¿No se me nota? ¿No? Pues mejor.”

Así de tragicómica discurría la velada hasta que, sin previo aviso, un hombre muy anciano, menudo y con marcados rasgos orientales subió al escenario y se largó a hablar en los siguientes términos que no he podido, ni mucho menos querido, olvidar.

<< Buenas noches, queridos colegas. Me llamo Kokoro Pattani, soy vietnamita, y soy el amante, más bien el último de los tantos amantes que atesoró a lo largo de su corta pero intensísima vida la poeta suicida Renata Tarsio, a quienes ninguno de ustedes conocerá. Todo esto a buen seguro les importará a ustedes un bledo, lo mismo que me sucede a mí con sus nombres, sus procedencias y sus exiguos o exagerados amantes. Pero aún tengo más cosas que añadir, cosas que ustedes deberían saber antes de seguir perdiendo el tiempo escribiendo novelitas pornográficas y asistiendo a recitales poéticos donde os encontraréis cualquier cosa menos un verso digno de escucharse dos veces. Así que presten mucha atención. >>

La sala entera enmudeció durante un segundo para empezar a silbar y a aplaudir y a vociferar al segundo siguiente. Ese hombre había venido para provocarnos. Su primera intervención fue expeditiva y tajante. Las demás palabras que había venido a pronunciar ese hombre fueron el estímulo que todos los que estábamos allí necesitábamos, los aprendices, los engreídos, Virginie y yo, todos lo necesitábamos para salir de nuestro letargo, de nuestra abulia colectiva, de nuestro ensimismamiento metaliterario y metalinguístico, de nuestra ignorancia existencial, de nuestro feroz rechazo hacia la tradición y nuestra comprometida apuesta por la vanguardia y de nuestro feroz rechazo hacia la vanguardia y nuestra comprometida apuesta por la tradición. Ese hombre y esas palabras fueron más que nada el pistoletazo de salida que nos hacía falta para escapar de nuestra vida de mierda en una ciudad de mierda donde no pasaba nada o todo lo que pasaba era una mierda. Ese hombre, y sólo más tarde lo supimos, había venido para salvarnos.

<< Hablaré del detonante. Es muy simple. Hace mucho tiempo leí de buena mañana, y en este caso concreto esta expresión no significa temprano sino simplemente lo que se lee, una buena mañana, porque los refranes y las frases hechas no siempre significan lo mismo, aunque parezca lo contrario, pues una buena mañana de hace mucho tiempo abrí el periódico y leí que un escritor conocidísimo, reputado y consagrado por la crítica y el público confesaba en una entrevista, frente a las acusaciones de plagio de otros escritores y colegas, que él, por supuesto, copiaba, que Homero copiaba, que Shakespeare copiaba y que Cervantes copiaba y que antes y después de ellos todos lo han hecho y que en eso consistía el arte, en copiar y exponer tus copias para que a su vez sean copiadas por otro artista más joven o con menos talento que necesite referentes a los que copiar para que el espectáculo, o la farsa, continúe. Cerré el periódico en el acto. Suspiré. Clamé al cielo. ¿Entonces, maldita sea, se trataba de eso? Las dudas en mi formación de artista, que tantos quebraderos de cabeza me habían ocasionado, se disiparon de golpe. El café que nunca endulzo con azúcar dejó de saber amargo. Respiré hondo. Mire al horizonte. Suspiré de nuevo y me dispuse a seguir con mi vida, pero cuando me llevé el croissant a la boca me atraganté porque mi joven e inmadura cabecita de joven escritor no daba crédito a lo que había leído. ¿Se trataba de una broma? ¿Una boutade? ¿Era un guiño al lector, a los críticos, a un colega rencoroso y arruinado? ¿Era una simple errata? ¿Qué clase de periódico estaba leyendo? ¿Alguien había inventado la entrevista con oscuras intenciones? ¿De verdad llegó el hombre a la Luna? Razoné por un instante si me estaba volviendo loco. Y entonces llegó la iluminación. ¡Aleluya, hermanos! ¡La verdad ha sido revelada! ¡El plagiarismo va a llegar! Ese simpático señorón había revelado, a lo mejor sin darse cuenta de la trascendencia que podrían llegar a tener sus declaraciones, el verdadero secreto, el santo grial, el enigma de la consubstanciación y de la Santísima Trinidad: El arte es copiar. ¡Así es, queridos iletrados! Es un axioma incuestionable, es un argumento irrefutable, es una verdad como un templo, y en este caso vale el acervo popular, un secreto que durante milenios han mantenido bajo llave los que se han estado valiendo de él para ocupar un lugar en el Olimpo al lado de los más grandes. Y esto es así, queridos gandules, porque si reducimos todas las variedades del arte, las desmesuras de la conciencia, los claroscuros de la posteridad y la infinidad de épocas, razas, civilizaciones y mitologías (¿cómo se explica que encontremos vírgenes dando a luz a dioses en el hinduismo, en el cristianismo, en la cultura maya y en la mesopotámica?) entonces podemos afirmar que sí, que es cierto, que el arte, y también el desarrollo y la política y la sexualidad, se fundan y se proyectan hacia el futuro desde las experiencias anteriores a la suya. Es decir, si queremos ser cursis diremos que el arte se reinventa, si queremos ser empalagosos diremos que el arte se autofagocita, y si queremos ser simplistas y sinceros diremos que el arte se copia, y en esta expresión entenderemos las demás y muchas otras que no hace falta enunciar y que derivan en un sinfín de posibilidades. Yo mismo y muchos de nosotros, queridos mentecatos, y entre ellos aquel insigne y traidor escritor que por pereza no mencionaré, asumimos este hecho y lo situamos como el principio vector de la actividad y de la actitud creativa, lo que en estas latitudes y en este contexto, según tengo entendido, muchos ya los habéis asumido y ahora es el pan nuestro de cada día. ¿Es eso cierto? No levantéis la mano, no admito réplicas.

>> Yo ya estoy mayor para estos juegos, pero aún así me gusta seguir jugando, y por eso simplemente estoy haciendo referencia a otro de los trucos de los que se vale cualquier joven que se inicia en la Creación con mayúsculas, y de esos he visto a muchos aquí hoy, y que consiste en husmear en textos clásicos, trasponerlos, tergiversarlos, copiarlos, y acto seguido negar que a tu alrededor haya verdaderos artistas para después afirmar categóricamente que tú eres el único de todos los de tu generación y de todos los que están empezando que eres valioso por ti mismo y por tus creaciones y no por lo que publicas o vendes o quieres vender o presumiblemente puedes llegar a vender mientras aparentas que haces lo que ni siquiera haces o haces como el orto. Este es un truco muy socorrido, queridos principiantes, pero demasiado evidente, y los espectadores, oyentes y sobre todo los lectores están acostumbradísimos a este discurso por lo que simplemente un idiota verdadero, como ese tipo alto de ahí, o una chica de provincias que busca artistas a los que arrimar el culo, como aquella señorita, por decir algo, de más allá, será gente como ellos la única que se crea tu idiosincrasia barata y quién sabe, puede que con esa gente te baste para no cesar en tu empeño y repetir la cantinela de bar en bar, de librería en librería y de editorial en editorial. Ahora bien, ten muy presente, querido impostor, que si entre tanto baile y paseíllo te queda tiempo para dar forma a un ligero volumen de cuentos sobre el insensato mundo que nos rodea y se lo presentas a algún inocente o incauto o desprevenido o más directamente otro imbécil que lo alaba y lo edita y lo publica y con el tiempo y con mucho empeño y mucho sacrificio vas dando a la imprenta otras obras que te reportan un cierto estatus que te abre un hueco de 250 caracteres en algún medio más publicitario que periodístico donde empiezas a publicar artículos de indudable raigambre literaria que te ponen en boca de otros escritores a los que empiezas a frecuentar y los cuales te ponen en contacto con un dinosaurio de las letras, un viejo enclenque que una noche te da por el culo y a la mañana siguiente te presenta a un influyente editor catalán con el que empiezas una relación epistolar gracias a la cual encuentras el ánimo y las ganas suficientes para seguir copiando y seguir pariendo libros que previamente dejas a tus nuevos amigos literatos para que te añadan y te supriman párrafos enteros y luego entregas a la editorial para que termine de pulir tu estilo, entonces, querido ganapanes, sólo es cuestión de tiempo que entre todos logréis producir, y la palabra no es aleatoria, un libro inestimable, bien recibido por todo el gremio y que acumula premios y halagos y ediciones críticas y además cuenta con el respaldo del público lector de más de 20 países por los que tú y tu séquito paseáis triunfales y donde respondes humildemente a las preguntas de los intrépidos periodistas acerca de tu formación, tus duros y difíciles inicios, tu paciencia y tu esfuerzo, tu perseverancia, y cuando te preguntan inevitablemente por tus referentes, entonces tú, ni corto ni perezoso, otra vez que no coinciden la gramática y la semántica, siempre respondes alabando las virtudes de tu estirpe, la suerte que has tenido de pertenecer a una generación con tanto talento, inquietudes y ambiciones gracias a cuyo impulso creativo surgieron grandes artistas y entre los peores de todos, qué duda cabe, estás tú, aunque eres el más afortunado por haberlos conocido a todos ellos, algunos de los cuales, por desgracia, ya están muertos, y es que siempre se van los mejores.

>> En fin, queridos gaznápiros, dicho todo lo dicho, sólo me queda añadir dos, mejor dicho, tres consejos: 1, que hay que ser muy estúpido para aceptar consejos de un viejo indecente como yo; 2, que, como a buen seguro lo sois, tened presente que a pesar de la evidencia siempre es preferible intentar que el resto del mundo no se dé cuenta de que estáis copiando, o al menos que ignoren a quién estáis copiando; y 3, que si esto último resulta del todo imposible porque vuestros escritos son el espejo roto de los escritos de otro, simplemente aseguraos de que ese otro sea el mejor, o esté entre los mejores, lo que normalmente se conoce como apostar a caballo ganador y que bien mirado es la mejor manera de apostar y ganar. Sin embargo, hasta el arte de copiar es un arte complejo, sutil y laborioso que requiere inteligencia, valor y talento del plagiarista, es decir, las mismas características que se le presuponen al artista original, si se me permite la contradicción, por lo que el artista mediocre o incapacitado en su intento de plagiar a los mejores sólo alcanzará una ínfima parte de lo que se propone y sus obras no serán imitaciones ni copias ni falsificaciones ni desviaciones y ni siquiera malformaciones, sino simples defecaciones del artista deudor sobre la obra del consignatario. Porque si en el arte todo vale y el arte es copiar, ergo todos podemos ser artistas, lo cual en realidad nada significa o significa, queridos amigos, que todos podemos convertirnos en auténticos gilipollas. >>

En menos de un minuto Kokoro descendió del estrado y caminó por entre los jóvenes a los que había vilipendiado sin que ninguno opusiera resistencia ni se dignara abrir la boca. Mirando fijamente a los ojos de cuantos se cruzaban con él, Kokoro abandonó la sala con una expresión de satisfacción y de hartazgo, las únicas emociones posibles después de semejantes argumentos. Virginie y yo nos miramos sin saber qué decirnos. Al cabo de un rato ella empezó a reírse a carcajadas, miró a su alrededor donde empezaba a fraguarse una pelea entre plumíferos y poetas de salón que a buen seguro intentaban emular las trifulcas que se organizaban tras los encuentros dadaístas, y luego dijo: vámonos de aquí de una vez, cariño. Salimos. Deambulamos. Bebimos. Hablamos de cosas sin sentido y de personas a las cuales hacía mucho tiempo que no veíamos, entre ellas Leandro y Honorio. En un momento de la noche estuve tentado de invitarle a mi casa. Quería follar con ella salvajemente para después, tendidos desnudos en la cama, acariciarnos despacio mientras hablábamos claramente sobre todo lo que había pasado aquel extraño día. Hasta quería saber cuál era esa vocación a la que llamaba verdadera. En vez de eso, Virginie y yo caminamos un rato más en silencio y nos separamos a la altura de la calle San Bernardo. Desde entonces, y de eso ha pasado ya mucho tiempo, no la he vuelto a ver.

Lo último que supe de ella me lo contó nuestro común amigo, el editor Alexi La Bàs. Consternado y sin saber nada acerca de su paradero, La Bàs me dijo que Virginie había decidido abandonar el proyecto de cuentos que teníamos entre manos. Antes, como muestra de su profesionalidad y su delicadeza, dedicó varias semanas a investigar sobre la figura y la obra del vietnamita nonagenario y criticón. Imagino que le visitó alguna vez, aquí, en Vietnam o dónde quiera que estuviese, y nada me hubiera gustado más que me llevara con ella a ese encuentro.

Lo que sigue es lo que Virginie Ooy hizo llegar a la editorial, sin remite, sin sellos, sin certificación, posiblemente antes de abandonar esta ciudad de mierda, este país mediocre, este continente podrido y esta civilización decadente. En mi nombre y en el de mis compañeros, valgan estas líneas para mostrarle nuestro agradecimiento por su ayuda, su rigor lingüístico y sus increíbles dotes para la filología y la erudición. Pero, por encima de las demás cosas, los escritores plagiaristas recordaremos a Virginie Ooy por todo el amor que repartió de manera tan cariñosa como altruista entre todos nosotros.

Kokoro Pattani, una persona normal y corriente
Por Virginie Ooy

Ninguno de nosotros, de los nosotros que he conocido alrededor de casa, o en mis viajes, ha leído jamás a un escritor vietnamita, eso no quiere decir que no existan.
Ray Loriga

Kokoro Pattani es el escritor vietnamita más laureado, prolífico y estrafalario de su país. Novelista, poeta, traductor, compositor, cantante, libertario, ateo, pacifista, socialista, dibujante, miniaturista, bisexual, contrabandista, periodista sin título, arreglista, guitarrista, diabético, sociópata, bohemio, luchador, majadero, carnicero, pendenciero, viajero infatigable, conversador inagotable, bebedor irredento, drogadicto compulsivo, lector enfermizo, ladrón de bicicletas, pensador, ensayista, anticapitalista, huérfano, onanista, feminista y machista y también sexista, provocador, pensador, ilustrador, amante de los animales, doctor honoris causa en varias universidades, declarado persona non grata en otros tantos países, odiado y amado por sus compatriotas, mentalmente inestable, físicamente deplorable, espiritualmente demoníaco, Kokoro Pattani es a todas luces una persona normal y corriente.

Nguyen Lu nació en Vietnam en 1919. Fue el séptimo hijo de un matrimonio formado por un jornalero y una costurera. Muy pronto, para manifestar su rechazo a la influencia de la civilización china sobre Vietnam, eligió el nombre japonés de Kokoro, en honor a la obra homónima de Soseki, con la que aprendió a leer el japonés siendo un adolescente. El sobrenombre de Pattani lo añadió a su identidad muchos años más tarde, tras conocer a la mujer que se hacía llamar Renata Tarsio una noche oscurísima en esa pequeña localidad de la costa tailandesa. Aunque lo cierto es que ni uno ni otro le gustaban y en las reuniones sociales se hacía llamar Bruno Nuytten. Como escritores, tanto Nguyen como Kokoro y Bruno, rechazaron de plano la supremacía en la tradición vietnamita de El cuento de Kieu, por ser una versión mal adaptada de las narraciones chinas de finales del siglo XVI. Como consecuencia de este rechazo a conceptos tan ambiguos como la autoría, la originalidad y el plagio, Kokoro Pattani desaprueba las tragedias de Shakespeare, los Episodios Nacionales de Galdós y el Ulises de Joyce, entre otras muchas creaciones supuestamente originales Es, así pues, un escritor plagiarista que cuestiona el plagiarismo, y es, por lo tanto, el más original de cuantos escritores plagiaristas existen.

Este vietnamita de 92 años, último amante de la joven y admirable poeta Renata, ha escrito 137 novelas, 58 compilaciones de cuentos, una veintena de poemarios, una obra de teatro cuya representación abarca varios días, y decenas de ensayos críticos sobre los más diversos temas, de la botánica a la paleografía de la alta edad media en Alsacia y Lorena, de la viticultura en Chile a los grandes logros de la arquitectura mogol, pasando por las crisis de legitimidad en el Imperio Romano de Oriente hasta la caída de Constantinopla y llegando sin variar un ápice su rigor y su entusiasmo a ponderar con fervorosa exaltación la literatura rumana (lengua que aprendió en poco tiempo) de principios del siglo XX (sigue siendo memorable su epístola laudatoria enviada al escritor Darie Novaceanu, recogida en el octavo de los 17 tomos que conforman la correspondencia privada del vietnamita, en la que le explica la diferencia entre la palabra rumana secol (siglo) y la palabra de origen eslavo veac, que significa lo mismo pero simbólicamente alude a un tiempo más largo y lleno de dolor, y donde le demuestra que la primera novela humana de su país, Istoria lui Alecu Soricescu, escrita en 1849 por Ion Ghica, era en realidad un soberano plagio, histórico y sutil, del texto francés de Louis Reybaud, Jérôme Paturot à la recherche d´une position sociale). Asimismo, sus artículos periodísticos suman miles de páginas. Ha sido entrevistado en centenares de ocasiones por periodistas de los cinco continentes y en incontables reuniones con altos mandatarios ha usurpado el puesto de entrevistador para trasladar a los gobernantes de países ricos y en vías de desarrollo sus dudas acerca de la continuidad o implantación de un sistema, la democracia, cuyo cénit y caída tuvieron lugar hace más de 25 siglos en Grecia, uno de los países que puso los cimientos de una civilización que ahora le muestra abiertamente su desprecio y le ha puesto sin remordimientos de ninguna clase en el punto de mira de la debacle colectiva que acecha a Occidente. Pero me estoy yendo por las ramas, expresión ésta que habría encantado a Kokoro, y estamos aquí para hablar de otros asuntos.

Ironías del destino, paradojas de la realidad, trampas de eso que llamamos literatura, muy pocas personas en el mundo saben quién es verdaderamente el escritor vietnamita Kokoro Pattani, ni siquiera nuestro querido y viajado amigo Ray Loriga.

Incomprensiblemente, lo que sigue a continuación es el primer fragmento de su vastísima obra que se traduce al castellano. Los peligros y los retos de un traductor al enfrentarse con un texto de Kokoro son, como comprobará el lector, de muy difícil solución. En este caso, no encontramos frente a una sus creaciones más elaboradas y densas, una muestra palpable del carácter inviolable y universal de su pluma, una prueba fehaciente de humorismo, intrusismo, culpabilidad y redención. Algo radicalmente nuevo y radicalmente clásico y radicalmente moderno y radicalmente anacrónico. Se preguntarán: ¿Cómo es eso posible? Léanlo, y después lo entenderán. Porque a buen entendedor pocas palabras bastan.

Pequeños hurtos cotidianos
Por Kokoro Pattani

Las palabras se las lleva el viento. Soy malo como Caín y esa noche caían chuzos de punta. Sus ojos eran dos luceros. China no es el futuro es el presente. Era una oferta que no podía rechazar. Al menos fue una experiencia, y la experiencia, no en vano, es la madre de todas las ciencias. El corazón tiene sus razones y esa noche me estallaba en el pecho, pero también me cabía en un puño. Había un silencio sepulcral. Ella quería poner pies en polvorosa aunque cantaba como un ruiseñor. Por el momento, la cosa no pasó a mayores, aunque se preparaba un lío de padre y muy señor mío. Ni corto ni perezoso, después del primer golpe vi las estrellas. Yo no cabía en mí de gozo porque guardaba un as en la manga. Su vida era un juego de espejos, su historia era como esas cajas chinas que contienen otras cajas, esas muñecas rusas que contienen otras muñecas rusas de menor tamaño pero idéntica fealdad. Por eso su escritura era un baile de máscaras. Ella y yo éramos como el gato y el ratón, nuestra relación era un nido de ratas y resultó de todo punto imposible, conviene señalar, como Dios manda, fuera como fuese, a la clara luz del alba, que la suerte estaba echada. Reíamos a mandíbula batiente. En nuestro fuero interno, queríamos poner los puntos sobre las íes. En un abrir y cerrar de ojos, lo sentía en cuerpo y alma, sucedió de la noche a la mañana, y ¡ah!, siempre se van los mejores. Dicho y hecho. Por un pelo, y de cuando en cuando, estando de capa caída, es fácil caer en picado. Tomamos un trago. A palo seco. Nos pusimos a tono. Nos buscamos las cosquillas. Éramos dos almas gemelas. Sólo entonces caí en la cuenta. Ella brillaba con luz propia. Dejamos todo de lado. Caso aparte, saco roto, borrón y cuenta nueva, bala perdida. No podía dejar títere con cabeza. Yo era un mar de dudas. Estaba entre la espada y la pared. Me había tocado bailar con la más fea. ¡Por las barbas de moisés! Ella ni siquiera tenía la edad de Cristo y nos habíamos conocido donde Cristo perdió la alpargata. Vaya tela marinera. Te jodes como Herodes. La cagaste Burt Lancaster. Unos vienen y otros van. Roma no se conquistó en un día aunque todos los caminos conducen a Roma. Más se perdió en Cuba. Tanto va el cántaro a la fuente. Carpe diem. No te fíes de las apariencias. La primera impresión es la que queda. Le dijo la sartén al cazo. No por mucho madrugar. Quién a buen árbol se arrima. Dar la vuelta a la tortilla. Dos no se pelean si uno no quiere, dijo al fin ella. El fin justifica los medios, dije yo. Pienso, luego existo, dijo ella. Ser o no ser, dije yo. Proletarios del mundo, uníos, dijo ella. Yo soy yo y mis circunstancias, dije yo. Seamos realistas: pidamos lo imposible. Ella pensó: Pies para que os quiero. Yo pensé: Donde las dan las toman. Me acordé de una canción. Para hacer bien el amor hay que venir al sur, y se desató la tormenta. A las barricadas. No pasarán. Una, grande y libre. Un estado, un pueblo, un führer. Una rosa es una rosa es una rosa. A las cinco de la tarde. Verde que te quiero verde. Libertad, Igualdad, fraternidad. No hay moros en la costa. Eureka. Los Borbones nunca olvidan y nunca perdonan. Más tonto que Abundio. Romper la baraja. Más papista que el Papa. Rayos y centellas. Repámpanos. Albricias. Tócala otra vez, Sam. Siempre nos quedará París. Francamente querida, me importa un bledo. A Dios pongo por testigo que nunca volveré a pasar hambre. Nadie es perfecto. Este es el principio de una gran amistad. La calefacción en los coches alemanes está muy lograda. Una veces se gana y otras se pierde y a otra cosa mariposa. A Tarzán le vas a hablar tú de monos. No hay dos sin tres. A la tercera va la vencida. Si no tienes nada que decir es mejor quedarse callado. Las tragedias nunca vienen solas pero no hay mal que por bien no venga. A buen entendedor pocas palabras bastan. Quién ríe el último ríe mejor. Una imagen vale más que mil palabras pero escribir es una condena y las palabras, ya lo sabéis, las palabras se las lleva el viento. Así que al pan pan y al vino vino. El asesino siempre vuelve al lugar del crimen y el suicidio no es una cosa de cobardes pero tampoco de valientes. Yo la maté, a Renata, como dice la canción, porque era mía. En la pobreza y en la riqueza. En la salud y en la enfermedad. En la vida y en la muerte. Y aquí paz y después gloria. Y después miseria, remordimientos y culpa, porque desde ese maldito instante no hay un solo día de mi existencia que no me levante en la madrugada llorando como un bebé recién nacido. Porque madre no hay más que una y a ti, querida Renata, a ti te encontré en Pattani. Y te maté en Limoges.

Esto es todo, amigos.